Meg

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Meg Harris tenía once años cuando dejó la escuela. Sus padres no tenían el dinero suficiente para seguir manteniendo sus gastos, y así, como sucede en muchas regiones alrededor del mundo, la niña tuvo que dedicarse al trabajo. Al principio no tenía ni idea de qué ejercer, su madre la llevó consigo al parque, a los puestos de ventas en los que trabajaba con los demás pobres de la zona vendiendo plantas medicinales, pero no había espacio para ella ahí, además, era poco lo que se ganaba: las personas no compraban mucho y los turistas escaseaban. Meg visitó también varias casas de empresarios en los que trabajar como criada, pero este oficio le dio pavor: no sólo en una, sino en dos ocasiones se vio víctima de acosadores que buscaban algo más que una ayuda casera. Meg no era criada de nadie, su destino era más ambicioso.

Después de intentos fallidos por emprender algo, la niña se conformó con vender periódicos en la sede de la lotería. Mientras la gente disfrutaba de los actos realizados en la plaza y el giro del bombo metálico, mientras unos ganaban y otros perdían, Meg iba de un lado a otro, esquivando gente y perorando:

—¡Periódicos! ¡Compre su periódico periódicamente y no se pierda las noticias de cada periodo!

Esta y otras ocurrencias las había inventado para atraer compradores. No le iba mal, pero tampoco le iba bien. Una de las estrategias que tanto utilizaba era hacerse la inválida. Cojeaba de un lado a otro a paso lento, con su overol ensuciado adrede para generar compasión. Algunos se detenían y decían: «Qué tierna niña y qué pobre». Pero en cierta ocasión, una de las señoras que la vio gritando, «¡Periódicos, periódicos, para leer con el periodo!», indignada, más por el espectáculo de ver a una niña tan joven trabajando en pleno siglo XXI que por lo que la niña gritaba, hizo correr la voz de que no la dejaran seguir vendiendo periódicos. De ese modo la plaza entera, sobretodo los encargados de los sorteos, para evitarse problemas con las autoridades, le prohibieron la venta a la niña y la sustituyeron por un viejo lento y torpe llamado Berto.

Meg regresó a su casa sin trabajo, otra vez.

La familia Harris constaba de tres miembros más: el papá, llamado Samuel; la mamá, Lucía; y Felipe, el hermanito pequeño de Meg, de seis años. Vivían en una maltrecha casa erigida en la entrada de aquel barrio rural. Antes habían vivido en un apartamento desde el que se podía ver toda la ciudad, en donde habían más niños como Meg, y habitaciones para explorar. Meg extrañaba su antigua casa, pero con la agitación de todos los días no tenía ni tiempo de lamentarse.

Su nueva casa ni siquiera era una casa, se trataba de uno de los cuatro cuartos hechos con madera y hojas de zinc que se levantaban, formando un círculo, sobre ese terreno cercado con alambres, del que no era dueño ninguno. Las familias que allí vivían eran invasoras, como la de Meg, y habían levantado esos rústicos cuartos en unos días, con miedo de que alguien más les quitara el terreno; sin embargo, se trataba de buenas personas. Estaba el viejo Raúl Hazel, que era sordo y vivía con su esposa, la señora Cleotilde; el albañil del grupo, Rodrigo Velez, quien vivía solo y se la pasaba poniendo clavos a su casa y agregándole paredes cada vez que conseguía madera; y estaba también la familia de Beatriz Finnegan, una niña de once años como Meg, pero que no podía hablar debido a un trauma de la infancia, y sus padres, el señor Jonathan y la señora Elena, una amable pareja que siempre estaba sonriendo. Meg y su familia vivían en la parte más alejada del círculo de casas, colindando con un bosque de tallos de plátano. El terreno ilegal se situaba a un lado del intransitado camino de tierra que comunicaba con la principal carretera del país, que conectaba las distintas ciudades y hasta más allá, a los distintos países.

Samuel Harris, el papá de Meg, trabajaba también para ayudar como fuera en la economía de la casa, limpiaba botas en los parques y calles del barrio a 50 centavos por cada bota. Se iba después del desayuno, en la mañanita, y regresaba cuando el sol ya se vestía de naranja detrás de la cordillera; a veces conseguía algunas monedas, a veces no. Un día, sin embargo, volvió mucho antes de lo habitual, y lo que era más extraño aún, venía corriendo y con sus herramientas de trabajo. Cuando llegó al lote, llamó a Meg y le encargó que fuera al parque a traer a su madre. La niña le obedeció de inmediato, al mismo tiempo que Samuel alzaba la voz para reunir a todos los habitantes del círculo.

Cuentos de fantasía: El portal de nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora