El viento de la noche gira en el cielo y canta, como aquella madrugada bajo la luz de una luna llena y resplandeciente, con sus mares secos mirando a la tierra y la espesura de sus selvas, sus praderas, sus cordilleras y confines. El valle de ese país sin nombre, extendía su manto por kilómetros y kilómetros; teñido de plata, parecía un desierto, pero allá estaban los bosques, en el horizonte, adornando la monotonía; por doquier brotaban malezas, arbustos y helechos, de igual forma; en algunas regiones incluso los herbazales alcanzaban considerable altura, que si un ser humano se hubiese internado en medio de su follaje acabaría ahogándose y lastimándose con las zarzas.
Como siete insignificantes pulgas en medio de un arenal, las dos familias atravesaban la desnuda loma, vista desde el espacio por las lindas estrellas.
Meg se sentía enérgica y caminaba alrededor de los miembros saltando y jugando con las sombras que su cuerpo proyectaba. Felipe iba agarrado a la mano de su madre, por lo que su hermana fijó su vista en Beatriz, que venía en la cola del grupo, no muy lejos de sus padres. La chica muda tenía abrochado el abrigo hasta el cuello y un gorro de lana sobre su cabeza, sembrado de rubios cabellos brillantes.
—¿Tienes mucho frío, Bea? —susurró Meg, acercándose a ella.
Beatriz asintió con su cabeza y siguió caminando ensimismada.
—¿Sabes cómo se soluciona eso? —dijo Meg, chocando su codo contra el hombro de Beatriz —Pues así.
Y se apartó nuevamente, para hacer una maniobra de voltereta al lado de su amiga, y caer nuevamente sobre la planta de sus pies, desarreglándose el cabello y ensuciando su overol con abrojos del campo.
—¡Moviéndote! —exclamó, sonriendo.
—Megan —dijo su madre, que caminaba unos pasos más adelante al lado de Samuel—, no estés haciendo piruetas que te puedes lastimar.
—Mamá, no me estoy lastimando, le estoy enseñando a Beatriz cómo librarse del frío.
—No creo que los señores Finnegan quieran que Beatriz esté dando vueltas por el suelo —aseveró Lucía.
—¡No se preocupe! —dijo Elena Finnegan —Al contrario, me parece que Beatriz debería hacer más actividad física.
—Sí, eso pienso yo —dijo a su vez el señor Jonathan—, Beatriz ha estado mucho tiempo sin salir a pasear y estirar los huesos le vendría bien.
La niña Beatriz escuchaba a sus padres alentarla y quiso sumergirse más debajo de su gorro y en el cuello de su abrigo, conmovida. Lo que menos le atraía en esos momentos era la idea de correr y moverse. Una triste sensación le oprimía el cuello y no la dejaba tranquila. Recordaba, sí, con mucha nostalgia a aquel niño llamado Erick.
Erick era un muchacho mayor que ella, del que estaba enamorada. Varias veces, en el barrio, lo vio con su carretilla pasar los caminos cercanos, vendiendo legumbres bajo un sombrero de paja. Debía de tener al menos 17 años, pero se le hacía muy lindo. Cierta vez que sus padres lo detuvieron para comprarle unas cuantas verduras, Beatriz lo pudo ver más de cerca. Era más guapo aún. El muchacho estuvo largo rato esperando a los padres de Bea, que buscaban el dinero con el que le iban a pagar, que Bea aprovechó para acercarse y llamar su atención. Erick cuando la vio no dijo nada, al contrario, apartó la vista, quizás era tímido. Beatriz lo observaba como boba sin saber que su actitud lo estaba incomodando.
Sin saber qué hacer, Erick terminó por preguntarle:
—Hola, ¿quieres algo?
Beatriz negó con la cabeza.
—Mmm, ¿deseas preguntarme alguna cosa?
Beatriz volvió a negar con la cabeza.
—Ah, entonces... nada. Soy Erick, ¿y tú cómo te llamas?
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Cuentos de fantasía: El portal de niebla
Cerita PendekMegan y Beatriz emprenden con su familia un viaje por medio de un valle deshabitado, pero en el camino son tragadas por una neblina extraña que las arrebata de sus padres, trasladándolas a años-luz del planeta, hacia un mundo en el que dos reinos pe...