La buhardilla

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La estancia era impresionante. El castillo parecía una mansión antigua, pero era enorme. Después de la entrada se abría un extenso salón, con ventanas largas de estilo gótico, cuyos vidrios recordaban a las catedrales, porque estaban adornados por dibujos de personas luchando, con armaduras y caballos, la luz atravesaba y difuminaba la luz en distintas tonalidades; había también en una esquina unos telones enormes de color rojo vino, sobre un entarimado de madera, parecía un espléndido teatro, porque frente a él se extendían columnas de sillas, seguramente los reyes se sentaban allí a presenciar actos o actores. Al otro lado del entarimado habían unas columnas de hormigón blanco, que formaban unos soportales como los que hay en muchos museos y catedrales de Roma; un pasillo tapizado con baldosas de color crema se extendía detrás del soportal, perdiéndose más allá, al fondo del castillo, como un verdadero paseo dentro de la edificación. Por doquier habían criados limpiando, barriendo o remojando los pisos con agua y jabón para mantenerlos relucientes, se les notaba lo ansiosos. Al final del salón había una escalera ancha que conducía a un segundo piso, escoltado por dos pasillos más, con barandas de mármol marrón, que rodeaban el salón, dando una mejor vista desde las alturas.

Rosemary guio a Meg y Beatriz por esta escalera y después de subirla llegaron a un amplio comedor, en donde una mesa larguísima estaba siendo arreglada con apuro por un montón de criados más, vestidos con trajones (las mujeres) de siglos pasados y los hombres con ropa holgada pero elegante. Sobre la mesa habían presas de pollo, uvas, panes, copas de vino, botellas de vino, envases con sopas, café, té, ensaladas de legumbres que Meg no pudo identificar; manzanas, peras, naranjas, galletas y una gran variedad de dulces y quesos. Los criados se movían de un lado a otro sirviendo en las tazas cantidades iguales de vino, café o algún otro líquido; acomodando las sillas de roble oscuro en su sitio; atropellándose, poniendo adornos en los respaldos, en las copas, en los jarrones de bebidas y hasta en los platos y un incesante cuchicheo se oía de aquí y allá. Meg observó toda la comida con mucho apetito, sin embargo, Rosemary las condujo a través de este lugar sin detenerse y sin mostrar ninguna emoción. A veces intercambiaba comentarios con algún otro criado:

-Rose, ¿no ayudas?

-No. Debo llevar a las niñas a que sean interrogadas. Pero cuando vuelva.

-¿Esas son las bestias del otro mundo?

-Sí, Oswald, pero de bestias no tienen nada. Hasta se ven tiernas.

-Yo no me confiaría demasiado.

-Nunca confío demasiado, Peter, pero con estas dos niñas simplemente no puedo creer en tonterías de magia oscura o poderes ocultos.

-Ten cuidado.

-No exageres.

Siguieron caminando y franquearon otra puerta después dela cual había un corredor que conectaba con distintas habitaciones. Rosemary se dirigió a la primera y la abrió. Meg y Beatriz entraron detrás de ella.

La habitación era una cocina más grande que el cuarto en el que Meg y su familia habían vivido; más grande incluso, que el apartamento de la ciudad en el que vivía antes. Habían varios hornos empotrados en la pared, varias mesas de madera, varios anaqueles repletos de envases de lata y con frutas y legumbres, habían muchos compartimentos y había una mesa más amplia todavía, en el centro de la habitación, en la que habían dos criados, secándose el sudor de la frente. A un costado, al lado de una ventana que daba al jardín exterior, había una chimenea ardiendo penosamente.

Rosemary dejó a ambas niñas sentadas al lado de los criados y salió de la habitación a buscar a los doctores.

-Ustedes son las bestias -dijo uno de los criados, señalando a Meg.

Cuentos de fantasía: El portal de nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora