Capítulo Tercero, de la emboscada de los Trasgos del Monte Gram

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Cabalgaron atravesando el Bosque Viejo en dirección a los Gamos, para alcanzar el paso del rió Brandivino. Durante el trayecto, en varias paradas que realizaron para comer y descansar, Glorfindel enseñó a Calatea lecciones de esgrima y una breve historia del pasado. La hobbit quedó tan maravillada que, tras fumar un poco de su hierba de pipa, rompió a cantar en honor a aquellos elfos, hombres y enanos que perecieron por intentar traer la paz a aquellos parajes. Generalmente, sus canciones iban dirigidas a los caídos en la Batalla de las Lágrimas Innumerables y a Glorfindel, venerando su batalla contra el Balrog. Cuando terminaba, el noldor siempre decía:

-Dulindôr te he de llamar, pues cantas igual que un ruiseñor. Pero al no poder volar sin alas, tu canto es aun más excepcional.

Aquellas palabras de reconocimiento sirvieron a Calatea para calmar su rabia y odio, que sentía hacia aquellos que estaban cerca de ella e intentaban parecer amables a su vista. Pero él era diferente, podía verlo en el brillo de sus ojos grises, cansados pero generosos.

Una noche, mientras recuperaban fuerzas del largo y duro viaje, cerca de a las Quebradas Blancas, ocurrió un acontecimiento que le valdría a Calatea la plena confianza del elfo. Un extraño ulular la despertó de su ligero sueño. Se armó con su daga y se incorporó para explorar el yermo desierto gris.

De repente el páramo se cubrió de una niebla espesa y de ella surgió un espectro ataviado con un manto de oscuridad y con ojos brillantes, opacos y sin pupila. Calatea se tambaleó por el miedo y cayó al suelo, dejando caer la espada y gimiendo aterrorizada.

-¿Eres un tumulario? -preguntó tiritando.

-¡Vaya, vaya, una mujercita perspicaz! -De la mandíbula sin vida del espectro salió una voz cavernosa que heló la sangre a la joven-. He venido para llevarte y sacrificarte. Has entrado en mis dominios y ello conlleva la pena de una muerte dolorosa.

Se acercó a la hobbit, la cual sentía como su corazón comenzaba a congelarse.

De pronto, una luz se interpuso entre el fantasma y Calatea. Glorfindel, armado con una llameante antorcha, intentó quemar al espectro, que chillando, como si de una bestia maligna agonizando se tratara, se alejó varios pies, asustado por las llamas amenazadoras.

-¡Fuera, espíritu. Regresa al lugar de donde viniste. Vuelve bajo tierra y permanece allí largo tiempo!

-¡Tú, Cabellos Dorados, te auguro un futuro peor que la otra vida. Que el sufrimiento por la muerte de un ser querido, atormente tu corazón durante décadas. Tú, aquel que osó enfrentarse a mi señor Rey, perece lentamente prisionero de tu propia pena!-gritó el tumulario. Acto seguido, desapareció con un ensordecedor lamento.

Glorfindel recogió en volandas a Calatea y la envolvió en su capa para infundirle el calor que el espíritu le había arrebatado.

-Vuelvo a estar en deuda contigo -agradeció la hobbit con voz entrecortada-. ¿Cómo puedo pagarte por haberme salvado la vida?

-Por ahora no hables, debes reponerte. Tienes que ser más precavida. Este lugar está plagado de peligros -regañó el elfo severo, gravemente afectado por las duras palabras del espíritu. Calatea calló por temor a que su enfado aumentara y dejó que la acomodara en la montura de su caballo.
Iluminando el páramo con la antorcha, dejaron atrás aquel lugar hasta que el alba asomó a lo lejos y el elfo apagó la humeante tea cerca de un estanque.

Las semanas siguientes, al haber tomado el Camino del Este, no se detuvieron por temor a un nuevo peligro. Calatea intentó animar a su compañero de aventuras. Conseguía sacarle una sonrisa, mientras perseguía a pequeñas presas por entre la maleza para poder comer, pero siempre contemplaba como el dolor de sus recuerdos nublaba su rostro.

Una tarde, llegando a las tierras de Amon Sul, tras haber pasado el poblado humano de Bree, Calatea estaba cansada por el largo trayecto. Pero eso no la impidió iniciar una conversación con su compañero:

-Querido amigo, ¿puedo saber que pasó para que se te concediera otra vida en Beleriand?

Glorfindel tardó un buen periodo de tiempo en contestar, alicaído:

-Los Valar consideraron oportuno mi regreso. Estoy aquí porque tengo que realizar un importante cometido. Pero nunca me revelaron cual sería. Tal vez sea este viaje que estamos haciendo para que conozcas Rivendel. Tal vez, tú seas parte de la misión que se me encomendó.

-De ser así, estaría orgullosa de pertenecer a él -repuso Calatea con una amplia sonrisa que hizo que el noldor sonriera, asombrado por su buen corazón.

Pero la dicha duró poco. Ya fuera por la maldición del tumulario o por capricho del azar, de la maleza se disparó una flecha envenenada con un elixir de lento efecto que dio de lleno en la espalda del noldor. Cayó del caballo, inmovilizado por el dolor de la ponzoña penetrando en su organismo. La bestia se encabritó y estuvo a punto de tirar a la hobbit que observó como diminutos engendros semejantes a los orcos pero de menor estatura se descubrían a la luz del crepúsculo impidiéndoles la huida.

-Vaya vaya, unos pequeños pajarillos que han caído limpiamente en la trampa. Nuestro señor estará altamente complacido. ¡Atrapadles! -dijo uno de los generales trasgos.

-¡Glorfindel! -gritó Calatea, con los ojos empañados. Desenvainó su daga y desde el caballo, asestó varios golpes mortales en las cabezas de algunos trasgos.

-¡No Calatea, huye! ¡Avisa a Elrond, pide auxilio! ¡Huye! -pidió Glorfindel que en ese momento era maniatado y acuchillado en su costado para que callara.

El meara, sin dar tiempo a la hobbit de salvar a su amigo, saltó fuera del grupo de trasgos, esquivándolos y se internó galopando en el camino, con dirección a Rivendel.

Dulîndor: el Ruiseñor de la Tierra MediaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora