Capítulo 1

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Hay que tener cuidado, hay que cogerlas con mucho cuidado o duelen, pinchan. Hoy ha venido sola la joven, a recoger un manojo de moras, de esas últimas que quedan en agosto, de esas que son preludio del otoño. El camino de tierra es dorado y hermoso, como siempre lo ha sido y lo será, de esos tonos ocre que se mezclan con el polvo, el tipo de polvo que ciega. Ya solo quedan un par para rebosar la cesta de mimbre artesana, esa que hizo el viejo tejedor del pueblo; solía tejer mimbre, sembrar un diminuto huertecillo, y criar a un par de conejos. La bicicleta se había pinchado inevitablemente, y no sería la primera vez, ni la última: es muy difícil rehuir del campo de minas que llenaba el sendero de abrojos. Hoy ha venido sola la joven, y le va a tocar volver sola otra vez, y encima, a pata.

Se le antojaba una media vida desde que había empezado a recoger los frutos, y no es que fuera tan lenta la chiquilla, sino que no tenía prisas; sabía que el sol desde luego, no se le iba a escapar. Tarareaba una canción que había escuchado hace no tanto por la radio, y que no se le iba de la cabeza; era pegadiza, totalmente igual al resto, pero aun así marchosa. Danzaba ella, y danzaban las abejas alrededor de su pelo, dejándole la miel en los labios. Sonaban las chinas a la par que sus pasos, sonaba el trigo a la vez que su hambre, ¿qué hora sería? Hacía como... Bueno eso no importa, el caso es que llevaba mucho tiempo sin comer nada, y aunque se veía ya el pueblo a lo lejos, no pudo evitar ir comiendo un par de moras. No era muy pequeño, ni tampoco exageradamente grande... Supongo que era estándar, como cada casa y cada persona en él, dulce, pero estándar. Todos los barrios eran similares, casas altas y acristaladas, de un blanco enmustiado y los balcones repletos de tiestos, flores de todo color. Pasear por sus calles resultaba tranquilo para sus gentes, pero esa calma característica de Belasburgo, inquietaba a Erika, algo le olía mal a la joven. Todo fluía como un arroyo de aguas cristalinas, sin principio ni final, todo había sido constante siempre, el clima tropical de un verano interminable. Sin principio ni final, todo siempre había sido constante.

-- ¿Niña, eres tú? - Gritó Ivy desde arriba de las escaleras, sorda como una tapia.

-- Sí abu, ya estoy aquí.

Cansada del trayecto, dejó la bicicleta a descansar en el jardín... Ya más tarde (o quizás mañana), se lo llevaría al manitas, aunque estuviera a la otra punta de la ciudad. Cerró la puerta, y se dirigió a la cocina, donde dejó la cesta de moras. Según se sentaba en la endeble silla de madera, se escuchaban los pesados y lentos pasos de la mujer mayor, bajando con calma y gusto al piso bajo. Sin decir una sola palabra, se acercó a su nieta y le dio unas palmaditas en la espalda, para que le respondiera la niña con un beso. Tras esto, dio media vuelta y se quedó observando fijamente, con los ojos abiertos como platos, la cesta repleta de milagros del bosque.

-- ¡Oh madre mía!¡Con todas estas moras podríamos dar de comer al pueblo entero durante mucho!

-- Bueno, ¿qué? ¿Manos a la obra? - Respondió a la excitación de la mujer.

Pasaron entonces una tarde estupenda; tanto, que, de tanta mermelada, se quedaron sin botes. Entonces, por juventud y agilidad, le correspondía a Erika ir a por ellos, preguntando a algún vecino por si había suerte, porque no sabía si iba a tener tiempo suficiente antes de que le sobresaltara el tono de las campanadas que anuncian el toque de queda. Cuando el alcalde de Belasburgo empezaba a tener sueño, subía hasta la torre de la plaza, aquella que casi rozaba el cielo, y hacía sonar las campanas, para que todos nosotros nos fuéramos a la cama a descansar, hasta que este se despertara y volviera a hacerlas relinchar. En cuanto puso la chica un pie en la acera, le llamó Ivy a grito pelado, para decirle que no se fuera, que había encontrado más botes viejos en el almacén, que con lavarlos era suficiente. Aun así, la joven seguía estando hambrienta, y moría por tomarse un buen tazón de leche antes de dormir, así que, salió disparada a la cafetería del distrito once. Veloz y rapaz, llegó a su destino en un abrir y cerrar en ojos, en lo que se podía denominar pestañeo, o que también recibía el nombre de instante... Había miles y millones de maneras de expresar cuánto rato había durado algo, y a veces era un tanto subjetivo escoger la expresión idónea que utilizar. A veces surgían malentendidos.

Erika y DamienDonde viven las historias. Descúbrelo ahora