Un callejón después de otro, y tras este, un jardín, y luego otro... Y yo corriendo detrás suya, como un ratón en una rueda: sin llegar a ningún sitio. Ya he hablado de las casas de este pueblo alguna que otra vez, pero he de decir que eso es sólo la fachada. Si de las grandes avenidas de casas amplias repletas de ventanas y flores, pasas a la parte trasera, se ve todo. Puedes ver cómo tu vecino de enfrente hace la colada, cómo el perro del niño travieso del vecindario pincha un par de pelotas, o, incluso, se alcanza a ver qué libro lee en su butaca aquella mujer que siempre te saluda por la calle. Pasamos primero entre la casa del viejo Donahoe, que nobles muebles de madera hace, y la de Anne, aquella chica sofisticada de blanca tez que solía tocar el violín. Los callejones estaban bastante limpios, todos se comprometían a mantener a ralla su parte correspondiente... Supongo que, por mantener un entorno salubre y seguro para sus niños, que siempre pintaban todas esas aceras con tiza; dibujaban soles o arcoíris, o lunas... A veces dibujaban lunas, ya sabes, cosas de niños, como cuando descubren que el ratoncito que les trae algún que otro regalito cuando un diente se les cae, son papá y mamá... Cosas de niños. El suelo entre dichas dos casas daba la coincidencia de estar vacío y limpio, pues siempre solía haber alguno, fuese la hora que fuese... ¿Qué iban a hacer sino? Escuelas, no había. Sólo había ocio, ocio y juegos. Recuerdo ver a los críos saltar a la comba en mitad de las calles hasta que la campana sonaba, no había ningún peligro, ni ninguna excusa... Aquí se puede hacer lo que quieras, prácticamente, cuando quieras. Según corríamos me tropecé con un cubo de basura, aunque tuve suerte de que no tuviera nada dentro y acabara llena de porquería... Aquí todo está limpio siempre, todo el mundo se comprometía a mantener a ralla su parte correspondiente: responsabilidad y armonía. Sólo me hice un pequeño rasguño en la rodilla, pero eso sangraba a borbotones. Damien siguió corriendo hasta que se dio cuenta de que sus pisadas se habían quedado tan solas como el callejón; entonces se detuvo y echó un vistazo atrás, para encontrarme tirada en el suelo, partiéndome de risa.
-- ¡Soy un pato! ¿Vale? - Grité al ver su cara de decepción.
-- ¿Te has hecho daño? Madre mía... Sí que sangras... Tranquila, no tardaremos mucho. - Conversó más consigo mismo que conmigo.
-- Lo siento... Me... Me cai- me caigo con... Me caigo con mucha facilidad... ¿Sabes?
-- ¿Por qué carajos te ríes Sabana?
Entonces, haciendo un gesto de contención, subí la mirada y alcé los hombros, para volverme a caer de la risa.
-- Muchacha, -- repuso él firmemente, -- no tienes remedio.
-- Entonces soy tu hombre, sheriff. - Dije en tono de burla, refiriéndome a su espíritu de justicia y valor.
Hoyuelos. Eso eran hoyuelos. Sonrió y fue hermoso, con razón de apellido llevaba lucero. Sacó de su bolsillo un pañuelo de tela, y se agachó. Entonces hizo una especie de nudo alrededor de mi rodilla, tratando de cortar el flujo sanguíneo. Después, me dio la mano para ayudarme a reincorporarme y a volver a las andadas de nuevo, esta vez ya, sin correr, aunque aún a paso ligero; teníamos que curarme la herida, allá a donde fuéramos. Seguidos de los callejones iban surgiendo vallas y vallas de madera que delimitaban el espacio de unos y de otros, aunque siempre con puertas: aquí todos eran bienvenidos en todas partes. El césped de los jardines era verde y frondoso, acompañado este de columpios, pequeñas estatuillas estancadas en la tierra, enormes árboles con hojas tan grandes como una mano o más... Entonces todo se inundó de bosque, los árboles pasaron de tener copas bajas y redondas a ser tan altas como el cielo y finas como un cuchillo de untar. Se movían como si bailaran alguna melodía de flauta, y parecían estar tratando de chivarme las respuestas. Parecían plumas sin tinta. El camino dejó de estar alisado, ahora se divisaba un sendero, pero repleto de piedrecillas y rocas. Damien iba a zancada limpia, avanzaba como un lince e iba dejando una nube densa e inmensa de polvo a su paso... La herida seguía escociendo, no podía esperar más. Hacía un día de calor excesivo, un día se sol saturado. Recuerdo como este se colaba con pereza entre los troncos de papel, y cómo cantaban los pájaros... Cómo cantaba mi rubio por el sendero, feliz con su propio pájaro, diminuto y dorado. Y él también era dorado, pero para nada diminuto. Ahora no era césped lo que arropaba el suelo, sino hierbajos. Hierbajos y ortigas con pinchos de por medio, con flores silvestres de por medio, y exageradamente desnivelados. A ellos les gustaba la normalidad, la monotonía a modo de pieza de puzle que encajase perfectamente con el resto del mismo, ¿cómo les iba a gustar el bosque? Pero no lo cambiaban, se limitaban a evitarlo e ignorarlo, como a todo aquello que no era normal. Y por dios, yo no era normal, para nada, aunque lo intentara a muerte, siempre me había dolido tratar de decir que no estaba conforme con toda esa patraña de normalidad: aquí todo son patrañas.
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Erika y Damien
Bí ẩn / Giật gânRuhe, del alemán: Paz y silencio, cuando nada a tu alrededor te molesta y te sientes bien y calmado. También describe el rato silencioso de la tarde en un vecindario, cuando el tiempo no pasa y parece una ilusión.