Un árbol pintado de rojo

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Roala estaba sobre un árbol, casi en la punta, tenía diez años en aquél entonces. Su larga cola de ardilla abrazaba el tronco del alto aliso: aunque su madera y su piel normalmente eran grises, el fuego de la gran hoguera frente a las tiendas de campaña, los pintaba bajo el cielo estrellado. Lucían tonos rojos, naranjas, cobres y sulfuros. Ella le daba la espalda. El fuego, suponía en su imaginación, era una muralla móvil, viva, que ascendía al cielo entre ella y sus hermanos, Tutla de seis años; Beru de dos, que dormían bufando como animales detrás del techo-muro de piel de buey estirado por estructuras de madera. 

El viento soplaba hacia el sur, moviendo las nubes púrpuras y produciendo suaves, rumorosos, movimientos en los árboles que ella observaba con una atención casi hipnótica, intentando atravesarlos con su mirada como si pudiese hacer que su vista cargase un hacha de piedra invisible: derribarlos con un solo movimiento. Quizá entonces podría llegar a atisbar el molino de viento que se alza en la negra noche, o tierras más cálidas, o el océano azul.

Lo único que veía; sin embargo, era el mar verde: esa barrera de árboles, en este momento casi sin hojas, casi sin aire, casi sin movimiento. Roala falló a escuchar esos pasos atravesando el pasto alto. Tenía un poco de frío. Odiaba el frío.

Aunque la niña con cabeza, cola y pelo de ardilla gris tenía en el último las armas para defenderse de la temperatura azul, ella amaba el amarillo: pensaba que esto la distinguía del resto de los ákis: era una señal de que ella iría más lejos. Su destino no estaba en el campamento del Diente blanco, aunque su padre fuera Groaru, el Patvec Queue, y aunque ella hubiera nacido bajo la estrella correcta.

Colocó su cola frente a su cara: era larga, esponjosa. La misma señora que le habló del mar, que le habló de sitios más cálidos y de la torre negra con cuatro aspas que se movían al ser tocadas por el viento, le dijo su verdadero significado.

—Esa cola, mi niña, representa que jamás podrás tener hijos.

—¿Por qué no?

—Cuando un ivec queue nace, se convierte, automáticamente en un candidato para ser el patvec queue: el líder de la tribu. Es el padre de todos nosotros: un individuo sabio y poderoso que busca lo mejor para sus hijos.

Roala se sintió sumamente orgullosa de su padre cuando escuchó esas palabras.

—...pero —continuó la señora, —como tiene que ser un padre para todos nosotros, o una madre. No puede encargarse de una esposa, o de hijos normales. Así que sólo adopta a aquellos que nacieron bajo la estrella adecuada. A los niños con cola. Los ivec queue, como tú, bonita.

Roala seguía viendo su cola en el presente. No lo entendía del todo, los recuerdos seguían y ella aún no escuchaba los pasos de mujer corriendo que se aproximaban a las tiendas de campaña.

—¿Te gustaría escaparte conmigo, princesa?

—¿Qué?, ¡no! ¿Por qué? ¿A dónde iríamos?

—Hay un mundo más allá del campamento del diente blanco, señorita Roala. Están las naciones de los chauves. Hay de todo: calurosas, frías, hay una al borde del océano. 

—¿El mar verde? 

—No, no, no. El océano azul es un lago tan grande que rodea al mar verde. ¿Puedes creerlo?

Roala siguió yendo al puesto de aquella señora para que le contase más historias sobre el mundo fuera del campamento del Diente blanco hasta que un día ya no la vio más.

Eso pasó hace un año. Ella también era una ardilla gris, aunque no tenía una cola como la suya: ahora no podía dejar de darle vueltas.

Esta vez, Roala escuchó los pasos, estaba demasiado cerca para hacer nada. ¿Sería un atacante? Ella bajó a toda prisa, pero el abrupto movimiento, la adrenalina latiendo en su garganta y el frío que tenía entumido su cuerpo la hicieron resbalar y caer.

Una adolorida Roala llegó cojeando a las tiendas de campaña, en lugar de girar a la derecha, hacia sus hermanos, lo hizo a la izquierda: hacia donde su ceja sangraba profundamente haciendo que la mirada de ese ojo fuese roja. Roja como el fuego de la hoguera. Sujetaba su brazo. El viento corría hacia el oeste.

Gritó —¡Papá! ¡Alguien viene!

Su padre salió de inmediato. Un hombre, grande, robusto, musculoso con rostro y pelaje de tigre albino. Al verla sangrando se puso de inmediato en posición de combate, con el hacha de piedra en una mano y un escudo en la otra: con su propia cola colocó a su hija tras de él. Esperaba encontrar al enemigo, en su lugar, el mar verde vomitó a una áki, también ensangrentada.

Una mezcla entre gato y mujer. Con una mano sostenía una criaturita de apenas unos días de nacida, con la otra sus propias tripas.

—¡Patvec queue! ¡Huru, mi esposo! ¡El no quiso entender! ¡Quería coartarle la cola al niño y huir del campamento del diente blanco! ¡Tiene que protegerlo!

El tigre tomó al niño con una sola mano y con la otra acarició la cabeza de la mujer: ambas del mismo tamaño, una cola aún sin pelo se retorció fuera de las cobijas. Groaru jamás había escuchado de tres ivec queue en un solo campamento áki. Mucho menos de cuatro. 

—Roala. Ven.

La niña obedeció a su padre quien le dio al niño que tenía en una sola mano y ella tuvo que sostener en brazos. Se aproximó tanto a la mujer que sus narices felinas y sus frentes se tocaron.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó el tigre, casi en un susurro.

—Auru.

—¿Y dices que tu esposo se llama Hulu?

—Sí, mi Patvec queue.

—Llámame Groaru. ¿Te duele mucho? ¿Crees que puedas sobrevivir?

—No, mi Pa... no, Groaru.

—Que las estrellas te lleven a valles más verdes y la luna guíe tus pasos.

—Gra-gracias.

El tigre le arrancó la garganta a la gata de una sola mordida. Roala nunca había visto tanta sangre. Pasó el resto de su vida esperando no ver tanta sangre de nuevo. Su padre entonces mojó su garra en la sangre de la mujer y con ella pintó su frente y sus dos pectorales.

—Te dije que no volvieras a salir con las campanillas en susurro, Roala. 

—Lo siento mucho, papá.

—¡TUTLA!

El rugido del tigre fue atronador. No pasaron ni dos minutos cuando la pequeña niña salió jadeando, a penas con un modesto poncho cubriéndola.

—Siento mucho despertarte, pero tenemos una emergencia y tu hermana tuvo un... accidente. Reúne a los Impactos... y a cualquier áki carnívoro que encuentres. Vamos a cazar un león.

—¡Sí, mi Patvec queue!

En otra ocasión Roala se habría burlado de lo estirada y apegada al protocolo que era esa niña pequeña con rostro de cebra que tenía por hermana. Pero ahora estaba demasiado adolorida y demasiado asustada. Quería lavarse el ojo.

—Roala, quiero que cuides de Beru y de tu nuevo hermano. No vayas a salir de nuevo. Es tu responsabilidad.

La jovencita vio a su hermana y su padre correr hacia el bosque, se sintió desplazada: su rodilla parecía querer ceder en cualquier momento. 

Entonces sintió una garrita sujetar su dedo.

Joder. Era adorable.

Ese fue el día que Roala conoció a Auru.

Mar verde: la historia de AuruWhere stories live. Discover now