Un refugiado y una taza de té

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Era de noche, hace mucho que era de noche. A Moxal le parecía que había pasado una eternidad desde que el sol se había ido. Sus ojos, rojos como Marte, tenían la iris blanca como la luna, a la cuál observaba; pensativa, cabizbaja. Si uno tuviese la paciencia suficiente y se concentrara en blanco y blanco, casi podría escuchar una conversación.

Ella estaba, prácticamente desnuda, salvo por su ohea: esa pieza de ropa que ocupan todos los gazte como Moxal, cubriéndole un hombro y dejando uno de sus pechos y su abdomen al alcance de las caricias del viento nocturno. El ohea es una especie de kimono sumamente acolchado que esta raza siempre lleva encima la cuál tiran al piso para dormir o para fornicar en cualquier lugar a cualquier hora; no obstante, la niña no estaba haciendo el amor salvo con su mirada añorante y no soñaba sino despierta. El descuido de la tela roja en su labor de cubrir, dejaba ver esas curvas confusas que no dejaban en claro la edad de la gazte, los hombros eran cubiertos por cabellos blancos.

Moxal bajó su mirada, esta cabaña estaba demasiado cerca del límite de la ciudad sombría de Irribarre: si caminaba más allá del patio de la vieja casa podría pisar el mar verde. El mar verde: ese bosque infinito de árboles que jamás conocerían la luz del sol, hogar de monstruos, salvajes y bandidos, el sitio que hace muchos años había vomitado al dragón negro... no quería pensar en eso, cerró los ojos y le dio un sorbo a su taza. Al abrirlos.

Al abrirlos vio a una criatura maravillosa arrastrándose fuera del mar verde: era como si un gato se hubiera puesto de pie, un gato hermoso y atigrado con el cuerpo de un joven esbelto cubierto por el mismo pelaje, la plata de la luna destellaba en cada cabello generando serpenteantes movimientos magnéticos y blancos sobre los hombros y brazos humanos de la criatura, vestía con ropas muy sencillas, hechas de cuero entretejido y llevaba una pluma en la cabeza. 

Moxal nunca había visto esa raza, aunque alguien le había contado que existía, un ákis: la gente bestia que vivía en el mar verde. La criatura se había quedado muy quieta, como si esperase que la ignoraran para desaparecer en la oscuridad de la noche. Moxal se levantó y su ohea quedó en el suelo: —Hola. ¿Hablas idioma antiguo?

La criatura no respondió. Sus ojos verdes miraban la desnudez de la propietaria de aquél terreno, no con lujuria, sino con precaución y miedo, mientras daba un paso atrás.

—No te vayas, —dijo Moxal, esta vez en hizkuntza, idioma de los gazte —¿estás bien?

La criatura respondió: —Jer vio ioke skase der, jer gaz, mer snui mer er asnet ster.

—No puedo entenderte, lo siento. —La niña, dio tres pasos arrastrando su ohea alrededor de sus tobillos desnudos. La criatura retrocedió un paso: ella tomó su tetera rellenó su taza y luego la dejó abierta en el piso. Se sentó en cuclillas de espaldas a la criatura, gracias a ello, vio a su estudiante, Titus en el umbral de la casa: ella tenía una ballesta en la mano con la cuál evidentemente no estaba familiarizada e intentaba cargar. Moxal hizo un símbolo de silencio muy serio mientras inflaba sus mejillas haciendo un berrinche. Luego indicó a Titus con un movimiento de la mano que se marchara y continuó en voz alta, sin voltear.

—Debes tener sed. Bebe, es mi té favorito. Ya está frío pero si tu lengua es de gato, debe ser mejor para ti.

Moxal giró un poco la cabeza, pero su tetera y su invitado habían desaparecido. Ella suspiró y se colocó el ohea como correspondía, cerrándolo, se adentró a su casa dando fuertes pisotones: le gustaba mucho esa tetera.

Su rabieta despertó al samatshe que acogía esa noche, un viejo amigo de la ciudad de Qala.

Entró a la cocina y tomó un cuenco de madera, de los más baratos y una sardinilla, los colocó en la puerta y azotó para cerrar.

—Señorita, Moxal —dijo su invitado, un hombre enorme gris cuya piel estaba hecha de piedra —no debe dejar comida fuera de su casa: podría atraer a los monstruos de mar verde. 

Los gazte detenían su crecimiento a los doce o trece años, por lo que Moxal medía 1.35 metros, los smatshe por otro lado eran robustos y enormes, éste era de 2 metros y ni siquiera era particularmente alto. Sin embargo, cuando Moxal se giró y le dijo —¿Sabes qué, Lebui? Eso espero. —la que imponía era la chica del cabello blanco.

Mar verde: la historia de AuruWhere stories live. Discover now