El almacén de Macri vendía cualquier tipo de baratija o comestible, pero lo que la hacía realmente famosa eran sus hamburguesas. La gente se congregaba por las tardes a agotar la carne, de modo que era un sitio de encuentro común para muchos, se reunían a comer y tomar cerveza hasta que cayera la noche, y como en el bar del Marinero, la gente que lo frecuentaba se conocía bien y podían pasar horas hablando entre ellos.
Fue por eso que la llegada de Héctor provocó muchas miradas indisimuladas. El impala negro se acercó lentamente a uno de los puestos vacíos del estacionamiento haciendo crepitar los neumáticos contra el asfalto. El motor del vehículo cesó de gruñir y se quedó así por un rato, como si el individuo dentro de él no estuviese seguro de salir, escudriñando desde el anonimato de los vidrios ahumados a todos los presentes. Finalmente se abrió la puerta y salió un hombre alto y fornido, de semblante hosco, cara ancha y ceño lampiño, vestido con unos inmaculados pantalones café y playera color crema. Se acercó a la puerta doble de cristal y en cuanto la cruzó su rostro cambió por completo al exhibir una sonrisa y un asentimiento a forma de saludo general. Los presentes, sentados en los bancos y frente a la barra, le contestaron con una sonrisa cordial.
Héctor se adentró por uno de los pasillos en busca de la comida para perros, sabiendo que la gente del comedor estaría haciendo seguramente algún comentario sobre él, sobre "el nuevo". Sáncrito podía ser una ciudad, pero era tan pequeña como un pueblo y sus habitantes resentirían la llegada de cualquier agente externo. Aunque no necesariamente de manera negativa. Héctor no tenía la más mínima intención de entablar amistades, pero quería dar una buena imagen, algo que pudiera bastar para que al referirse a él fuese siempre en términos de "parece un tipo normal, amistoso y sencillo". No sabía si alguna vez pudiesen caer las sospechas sobre él, si de pronto la policía podía conectarlo de alguna manera e interesarse más en el misterioso extranjero soltero de la cabaña en el bosque. Si seguía manteniendo el control de la situación como hasta ahora, dudaba que algo así pudiese pasar.
Fue a la taquilla con las dos grandes bolsas de Purina y las puso sobre el mostrador. Macri, la mujer más gorda y pálida que Héctor hubiese visto jamás, le ofreció una cálida sonrisa.
-Ese perro come con ganas ¿no? –comentó ella mientras escaneaba el código.
-Los tres lo hacen. Cada uno come el doble que yo, te podrás imaginar.
-No me lo digas a mí, cariño, tengo cinco, sin contar mis tres hijos y mi esposo. Llevo la mitad de mi vida preparando comida.
-Respetos –concedió. Sacó la cartera y pagó en efectivo antes de despedirse y dirigirse a la salida.
Una vez en el auto miró a través del cristal ahumado a la obesa mujer atendiendo a los demás clientes detrás de la barra. Se quedó un rato así, mirándola, imaginando cuanto ahorraría en Purina si la deshuesaba y se la dejaba a sus perros. Tendrían al menos dos semanas de comida.
Una vez en la vía cambió el Nessum Dorma de Pavarotti que emitían en la emisora local, pero en todas las demás estaciones o había música o hablaban estupideces, de modo que apagó la radio. La mayoría del tiempo, el silencio era lo que mejor funcionaba con él. Dobló por toda la principal, evitando la avenida Cloris donde se había llevado al chico de los audífonos. Dudaba que lo hubiesen visto; siempre, antes de actuar, se aseguraba y verificaba y volvía a comprobar que no hubiesen testigos, y no importa si era la víctima perfecta, si tuviera más de un año sin matar, no actuaba si había otra persona, así fuese de lejos, así fuese desde la ventana de un edificio. Si reconocían el carro, era el fin. Y aun así, habiéndose asegurado, evitaba volver a pasar por el sitio por el resto de su vida.
El sólo hecho de pensar en ser visto le daba escalofríos. No volvería a dormir jamás hasta que liquidase a esa persona, y si algo era difícil, era tener que matar a alguien en específico, y mucho más con el factor del tiempo, antes de que avisara a alguien más o a la policía. No, algo así era inconcebible. Había encontrado el hogar perfecto, por fin un sitio donde podía ocultarse, donde podía despistar, y nadie se lo quitaría.
Bastó con recordar sólo por un momento aquel incidente en Capitol, la ciudad donde antes vivía, aquel chico parecido al de los audífonos, un mocoso puberto de los que jugaba al futbol y seguramente era popular en la escuela, alto, moreno, de sonrisa despreocupada y mirada petulante. Algo musculoso incluso. Debió reflexionar mejor las cosas antes de atacar a alguien así; el león no caza a otro león, caza lo que sabe que puede comer, y aquel muchacho, solo con su manera de andar, de moverse, de sonreír, se notaba que era más depredador que presa. Pero ese día realmente estaba de pésimo humor, de esas veces en que no podía pensar en otra cosa más que hacer daño a alguien, a quien sea. El chico olió el peligro apenas vio al impala acercarse, y en cuanto Héctor bajó el vidrio y le enseñó el arma, él ya estaba golpeándolo en la cara e inmovilizándole el brazo. Aquel chico pudo haber huido y salvarse, pero las sospechas de Héctor habían sido acertadas; era un león. Forcejeó con él por un momento y por poco le parte el brazo, pero Héctor lo alcanzó a tiempo con la otra mano en el cabello y le estrelló la cara contra el borde del vidrio, el cual no se rompió, pero quedó embarrado de sangre y saliva. El muchacho cayó boca arriba agarrándose la boca y de inmediato intentó incorporarse, pero Héctor ya descargaba el arma sobre él. Vació el cartucho, todas en el pecho y el rostro, y se largó a toda velocidad sin saber si lo habían visto o no, o si los vecinos se asomaron. Aquellos días fueron algunos de los más terroríficos en su vida, y tanto fue la paranoia que a las pocas semanas ya se estaba mudando.
Era una cosa impresionante, el miedo, podía ponerse de su lado con regularidad, pero en cualquier momento le daba la espalda y lo traicionaba. Y nada lo aterraba más que volver a la cárcel.
Condujo por unos diez minutos hasta que llegó a la principal y siguió hasta casi llegar a la 17; el paisaje urbanizado pasó a ser completamente rural, colinas y lomas salpicadas de pinos y alguna que otra casa a cada lado de la carretera ascendente. Tomó el desvío de tierra a la izquierda bajando por el terraplén hasta que el terreno subió en una leve pendiente que lo dejaba directo en su patio. Iba tan absorto en sus pensamientos que no reparó en el sedán blanco aparcado a un lado del montículo de leña. Con razón se oían los ladridos desde la avenida. Se apeó y caminó hasta el auto, pero estaba vacío.
-¡Hola! –Héctor se llevó la mano al cinturón por instinto, pero había dejado el arma en el auto. La voz provenía del porche, de un hombre trajeado y rubio que alzó las manos a modo de disculpa-. Perdón, creí que estarías dentro.
-¿Qué quieres? –Preguntó sin interesarle si quiera quién era, escrutándole de arriba abajo con suspicacia.
El hombre clavó su mirada azul en la de él, volviéndose de pronto de un frío perspicaz.
-Me llamo Erick. Vengo a hacerle unas preguntas.
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Vive en el bosque
HorrorHéctor es un hombre poco corriente, de gustos poco corrientes y pasatiempos poco corrientes. Se aisló de la civilización en una cabaña adentrada en el bosque donde pudiese llevar a cabo con tranquilidad sus morbosas actividades. Pero pronto se dará...