Capítulo 5

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Ana siempre llevaba su paraguas en la cartera para momentos como ese, y justo ese día viene y se rompe. Creía que la superstición era de imbéciles, pero lo primero que se le vino a la mente por alguna extraña razón fue el de un mal augurio; siempre con el paraguas a la mano, y casualmente, cuando por fin lo necesita, se jode. Y eso que no había caído en cuenta que también ese día, justo cuando tiene el auto en el taller y decide irse a pie, llueve a cántaros. De hecho, hacía años sin llover así; las calles comenzaron a inundarse, el viento arreciaba sobre los árboles con una furia que parecía viva y estremecía las ventanas de los edificios residenciales. Ella corría ya sin cubrirse la cabeza con la cartera, con los tacones chapoteando en la acera entre el repiqueteo del agua de la lluvia. La tempestad nocturna de paso había engullido el cielo y ahogado la escasa luz de luna y estrellas, y cuando Ana miraba hacia arriba la masa nebulosa y condensada que era ahora el cielo se la devolvía con una oscuridad impenetrable interrumpida sólo por los esporádicos relámpagos. Ya tenía el cabello completamente empapado y el traje de oficinista más que abrigarla le congelaba hasta el hueso con el agua gélida. Y como cereza, el viento soplaba en dirección contraria, terriblemente helado y potente, dificultándole la visión y el andar. Lo triste era que al salir del trabajo, su asistente le había ofrecido llevarla, pero prefirió caminar sin hacer caso al ominoso cielo gris de la tarde. Ya haría rato que habría llegado, y seguro él estaría en casa tirado en la comodidad de su sofá mientras veía el catálogo de Netflix, y ella afuera como una estúpida muriéndose de frío. Después de una buena eternidad visualizó por fin el portón de entrada de su residencia a unos 15 metros cruzando la calle. Desde que se divorció, su gata era la única que la esperaba en casa, hambrienta de gatarina. Y de cariño, como se sentía ella a veces. Pese a su disgusto por los animales, este último año Coco había sido su compañía incondicional, su confidente, su consuelo. El maldito de Richard ni siquiera la peleó, con todo y que la convenció de adoptarla juntos, pero en fin, mejor así, no se merecía a la Coquito de todas formas.

      Pese a las prisas, miró a ambos lados antes de cruzar, de modo que poco después no entendería de dónde había salido ese impala, como si de un animal de la noche cazando se tratara. Dio brinquitos nerviosos sobre los canales desbordados hasta que llegó al otro lado de la calle, se inclinó sobre su cartera para que no se mojara tanto el contenido y tanteó en busca de las llaves. Un segundo después estaba en el piso, boca abajo, la cartera desparramada sobre un charco y el condenado paragua inútil tirado a poco menos de un metro. Lo primero que hizo fue agarrarse la cabeza, de donde con seguridad le estaría brotando sangre. La absurda idea de que le impactó un rayo pasó por su mente incluso, pero con la misma rapidez del golpe, algo la estaba jalando hacia arriba. Se incorporó como pudo, pero la fuerza desconocida la llevó hacia atrás y le hizo perder nuevamente el equilibrio, cayendo a medias en el arroyo del canal. Un segundo jalón la hizo incorporarse. Ni siquiera podía gritar, el golpe como que le había arrebatado facultades, y no se dio cuenta de lo que ocurría sino hasta que su mundo se precipitó de la tempestad lluviosa al interior de un auto. Sobre ella apareció una figura, ensombrecida por una gorra y bandana negras, y de esa figura salía algo más que le hacía peso en el cuerpo, le paralizaba como si trasmitiese corriente: la mirada de la maldad.

      De esta forma, como activados automáticamente, sin ser ya dueña de su cuerpo, empezó a gritar y a lanzar golpes. Pero el extraño era más fuerte, más grande, y tan sólo otro golpe al rostro le bastó para apagar las luces y dejar aquel horrible día en el limbo de la inconsciencia.

      La mañana despejó por completo los cielos con un sol renovado y brillante que doraba los fríos campos del bosque. La humedad impregnó la casa de un aire cálido, y donde antes se escuchaba el tormentoso crepitar de la lluvia contra la madera, ahora solo el silencio se arremolinaba por los pasillos y cuartos como una bruma invisible. Héctor salió al porche y comprobó el día; solitario, callado, radiante. Era perfecto. Era el día posterior a una noche estupenda. Nunca antes se había quedado despierto toda la noche con una víctima. Había pecado de imprudente, de inconsciente. Por errores así podría pagar muy caro. Tenía que admitir que se había encaprichado de una forma particular con esa mujer. Estaba demasiado buena, era de las suyas. Pero todo lo bueno siempre tenía que acabar. Era hora de acabarla, y así como se había encaprichado con ella, le provocaba que fuera los perros quienes le dieran muerte. Pocas veces lo hacía, pues no quería convertir a los perros en unas completas máquinas de matar sin cerebro, pero aquella era una ocasión especial; verlos devorar vivo a alguien era de esos espectáculos que no se olvidan. Aunque sabía que lo más probable es que nadie lo molestara, tenía que ser rápido y meticuloso; ese detective había aparecido de la nada, haciendo preguntas que no le gustaron nada y con un brillo en los ojos que reconocería en cualquier lado: el de un cazador.

      Preparó el cobertizo y azuzó a los perros para a continuación bajar al sótano a buscarla. Se la encontró tal cual la había dejado, colgando y sangrando por toda su desnudez. No había muerto todavía y la mirada ya la tenía vacía. Ya no se sobresaltaba ni le luchaba cuando la descolgó y se la montó al hombro; había aceptado su destino.

      La subió y llevó al patio, donde los perros esperaban ansiosos ladrando y salivando. La mujer entonces pareció avivarse un poco y comenzó a respirar agitadamente y a resistirse con un mínimo de fuerza. Los perros parecieron oler el renovado terror, porque se impacientaron aún más al punto de espumear por entre las fauces. La ató a uno de los postes del cobertizo y la comenzó a abofetear para despertarla del todo.

      La mujer, con los gemidos y gritos limitados por la mordaza, ya empezaba a lagrimear y moquear como cuando la había traído, y el charquito de sangre a sus pies comenzó a expandirse gracias al corazón de nuevo bombeando desorbitado. Héctor miró alrededor y masculló una maldición. La idea era ir troceándola poco a poco con el cuchillo e ir lanzando los jirones de carne a los perros, cortarle también las orejas y la nariz, tal vez sacarle un ojo, pero ya sería difícil sin que se desmayara o entrara en shock. Pero las herramientas que necesitaba las dejó en su caja en el sótano.

      -Ya vuelvo cariño. Pórtate bien y vigílalos –señaló a los perros y luego le dio un beso en la boca. Bajó las escaleras al sótano limpiándose la sangre de los labios, sorprendiéndose de nuevo pensando en el detective ese. ¿Cuándo volvería? ¿Desenterraría su pasado? ¿Qué tanto sabía? Tal vez también por eso no le había entrado el sueño. El tal Erick Müller representaba la primera amenaza significativa que tenía desde que llegó a Sáncrito. Erick. Tendría que parar las matanzas por un tiempo, sólo por si acaso, mientras el tipo seguía en la ciudad. Después de todo, se trataba del famoso bosque de Sáncrito; cualquier intento de encontrar la verdad se verá desbaratado por la inmensidad de este, su enrevesada historia, sus inexplicables sucesos. Lo que ocurría ahí tenía ya unos cien años, y un detective de segunda no lo desentrañaría jamás. Debía confiar en su instinto, debía confiar en que...

      El rugido, el mismo rugido de hace días, pero ahora tan cerca que estaría frente a la casa, seguido de unos chasquidos y un estruendo crepitante, como si algo se abriera paso violentamente entre los árboles. Se quedó congelado por un momento, atento, aguzando el oído, y luego de unos segundos de silencio, escuchó con total claridad los alaridos de la mujer. Héctor se movió a toda prisa, agarró el rifle de la pared y subió corriendo. El corazón le golpeaba tan duro que lo sentía en la garganta; los gritos de la mujer eran escalofriantes incluso para él; ni siquiera cuando la violaba, cuando la torturaba ni le sacaba las uñas, en ningún momento había gritado tan desaforadamente como lo estaba haciendo ahora. Los gritos, de un volumen imposible para alguien que tuviese una mordaza, opacaban a los ladridos de los perros, que también empezaron a ladrar como locos. Cruzó la sala a grandes zancadas mientras otro rugido bestial salía del patio junto con los gritos y más estruendos. Héctor quitó el seguro de la Winchester y embistió la mosquitera con el cañón por delante.

      La puerta del granero estaba abierta de par en par y en el interior los perros continuaban ladrando, pero eran los únicos que se encontraban ahí. En el poste donde hacía un minuto estaba la mujer, quedaba sólo su brazo colgando de los amarres. Otro gruñido le llegó, esta vez a lo lejos, y salió para asomarse al bosque. Entre los árboles no había nada, sea lo que sea que había venido ya estaba lejos, y como última cacofonía, le llegó un último grito de la mujer, largo y desgarrante, no sabía si de terror o de agonía, o si de ambos, pero era un grito que Héctor nunca había podido arrancarle a ninguna de sus víctimas. Era un grito que Héctor reviviría una y otra vez en sus sueños por el resto de sus días.

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⏰ Última actualización: Apr 10, 2020 ⏰

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