Cuatro

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Avanzando junto a Ángela permanecí un instante apartado de los pensamientos que perturbaban mi mente, a pesar de que en el trayecto a su casa nos hayásemos en absoluto silencio.

Nos encaminamos a través de la misma calle en la que ayer discutimos, y me percaté de que en aquel pasaje las casas eran particularmente grandes, un barrio alto.

¿Sería considerable la idea de que ella fuera partícipe de actos ilegales que involucraran la droga?

¡Que prejuicioso que eres, Theo!

El pensamiento me hizo gracia. Aquello era sencillamente imposible, Ángela no tenía pinta de traficante en lo absoluto, ella era del tipo de persona en la que puedes confiar sin siquiera conocer.

Y mientras apreciaba yo la singularidad del paisaje, Ángela me dijo:—Bueno, esta es mi casa.

Levanté la vista hacia adelante, justo donde una rejilla negra se alzaba, dando paso a tres metros de césped fresco recién cortado. Había un camino se cruzaba en él y al otro extremo se apreciaba una casa blanca, colosal, majestuosa, totalmente impecable, armoniosa a su alrededor repleto de casas del mismo rango de impetuosidad.

—No creo que sea posible describir con exactitud lo preciosa que es. — Dije, anonado por su imponente vivienda.

—Gracias. —Pronunció algo avergonzada.

Dejó caer la cartera por su brazo, deslizó la cremallera y comenzó a escarbar dentro hasta que de ella sacó unas llaves tintineantes adjuntas a un colgante de gatito negro.

Entonces abrió la reja y me invitó a pasar a su jardín.

El camino a través del césped era fabricado con rocas perfectamente adheridas al suelo, lisas, en tonos grises, lilas, pieles y todos congeniaban de una manera tímida que sin embargo cabe destacar.

—Hablo en serio, Ángela, tu casa es maravillosa. — Agregué mientras apreciaba el ante jardín.

Soltó una pequeña risa mientras arreglaba en su mano la llave de la puerta principal y contestó: —No hace falta que lo sigas repitiendo. Me alegra que te guste.

—Es muy grande, ¿vives sola?

—La verdad sí, pero no es tan así. No me siento sola.

Abrió la puerta principal y se hizo a un lado, dándome la pasada cordialmente a lo que agradecí.

Mentiría si dijera que no me sorprendí más al entrar, y es que la verdad quedé congelado.

Un tremendo aroma a encerrado, viejo, sucio o cualquier cosa que no podía distinguir me golpeó la cara, y puedo jurar que deseé más que nada en la tierra salir de ese asqueroso lugar.

En la sala de estar sólo había un viejo sofá marrón con varios tipos de manchas sobre su aterciopelada piel, no había televisión, un antiguo y empolvado candelabro colgaba del alto cielo, sin mencionar que en la diminuta mesa de centro se posaban como mínimo cinco platos sucios y unos cuantos vasos y copas a medio beber, además de las decenas de envoltorios de dulces, chocolates o papas fritas que en el piso se encontraban sin esfuerzo.

—Uhmm... — Balbuceé, sin saber qué aparentar.

—Theo, no digas nada. Por favor. — Se apresuró a decir.

Colgó las llaves en el perchero de la entrada y miró a su alrededor avergonzada. Sentí su mirada de preocupación sobre mí y le alcancé a ver a los ojos antes de que los apartara con rapidez.

—No diré nada, te prometo que no lo haré.

Ella se limitó a lanzar un suspiro de entendimiento para posteriormente asentir y tomar su teléfono celular.

No vueles bajoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora