Prólogo

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El viejo y sabio aviador vuela alto pues sabe que la altura es segura.

El joven y necio aviador vuela bajo pues el peligro es tentador, pues la adrenalina es adictiva.

El viejo y sabio aviador encuentra su camino a casa pues alto ha volado.

Mas el joven y necio aviador topa con un pino y cae pues bajo ha volado.

Mi mamá siempre reciclaba esta historia, mas nunca logré entender su significado, jamás capté la moraleja.

Y sosteniendo su cuerpo entre mis brazos no hizo más que darme una sonrisa débil, inahalar y en su último suspiro, susurrar "no llores".

Recuerdo haber percibido como su corazón cansado se detenía y así, sin más, se fue. Dejándome solo en un mundo donde la gente es cruel, mala y mentirosa. Un lugar donde nadie merece vivir. En el que un inocente, puro e ignorante bebé llega a envenenarse, a pudrirse desde dentro.

¿Qué podría hacer una persona tan simplona como yo contra la empetrolada mar de gente?

Una lágrima pequeña corrió por mi mejilla y con todas las fuerzas que tenía, reprimí las incalculables ganas de desmoronarme.

No voy a llorar.

Pero al mirar sus facciones, no podía simplemente evitar pensar cuantas veces esos mismos labios me sonrieron con felicidad, todas las ocasiones en las que cantó para mí de manera dulce o la forma en la que desde el fondo de su pecho nacía su preciosa risa maternal.

Esta era su piel, estas sus manos y estos sus ojos.

Era tan joven para partir.

Dejé su cuerpo lo más suave que pude sobre la camilla, sin embargo no la solté. No podía dejarla ir.

Me acomodé a su lado, recostando mi cabeza sobre su pecho tibio, disfrutando de la última evidencia de calidez que su cuerpo podría emanar.

— Mami, cántame.

Al no oir su voz sentí mi estómago convulsionarse, mi corazón acelerarse, mi mándibula endurecerse, mis manos haciendo puños en las sábanas. Mi cabeza comenzó a girar en todas direcciones a lo que me escabullí entre los brazos de mi mamá en busca de protección. Mis ojos se humedecieron y mordí mi lengua.

— No. — susurré — Por favor.

Escondí mi cara en su cuello mientras aspiraba su aroma intoxicado en suero, medicamentos y una serie de cosas que no alcanzaba a reconocer.

No volvería a enojarse conmigo jamás. No cuidaría de mí cuando enfermase. No podría verla bailar otra vez mientras cocinara. Todo esto sería encargo a mi imaginación desde ahora, donde siempre estaría viva, más viva que nunca.

Clavé los dientes con más fuerza en mi lengua.

— ¡Oh, chiquillo!

La enfermera jaló de mi cuerpo, no obstante yo estaba enganchado a la figura de mi madre. No podía soltar su cintura, literalmente no podía. Mis manos estaban atadas a ella, me negaba a dejar de sentirla.

Ella estaba aquí. Ella no se había ido.

— ¡Suélteme! — exclamé.

De manera instantánea, dos encargadas más junto a un enfermero ingresaron a la sala. Y sentí pánico, pánico por mi soledad, pánico porque desde el segundo en que la soltara no habría vuelta atrás.

Me sentí vulnerable, vacío. Y era egoísta, ella había sufrido tanto y yo sólo pensaba en mí. Debería estar contento porque al fin su corazón descansaría, pero cómo podría estarlo.

— ¡Mamá, no! — exclamé, rojo de miedo — ¡Mamá, Dios mío, por favor no!

Todo pareció ir más lento, pero cuando lo recuerdo fue tan rápido.

Me zafé del agarre del enfermero para poder seguir manteniendo contacto físico con su mortuoria anatomía.

— ¡No se la lleven, por favor, es mi mamá! — volví a gritar, histérico.

Antes de que pudiera siquiera decir algo más entre los alaridos y los llantos, me inyectaron. Esto provocó que mis ojos se cerraran de manera espontánea, mientras que la vista opaca que tenía de ella comenzaba a obscurecerse de a poco hasta que finalmente, todo se volcó a negro.

No vueles bajoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora