Corría el año de 1796. Mi familia y yo teníamos una pequeña granja que se encargaba de abastecernos de alimento. Raras veces visitábamos el pueblo (que se encontraba alejado de nuestra casa), el único en toda la zona.
Esa mañana, mi padre se levantó muy temprano a ordeñar el par de vacas del que éramos dueños. Estaban flacas las condenadas, pero nos daban leche; con un sabor medio extraño y particular. Sin embargo, servía de alimento.
Cada fin de semana, mi madre aprovechaba el sobrante de leche y hacía queso para los días posteriores. No te imaginas como me ponía de contenta. Tan contenta que cada que ocurría semejante suceso, no paraba de brincar. A mi pesar y al de mis padres, la producción solo alcanzó para alimentarnos ese día. La mesa se inundaba de silencio cada vez que pasaba eso, y cuando la leche resaltaba más de la cuenta esa sabor extraño y particular, mi padre comenzaba a remojar el pan duro de días anteriores; intentaba disimular el sabor. En cambio, a mí ya no me molestaba en lo absoluto. Mi paladar nunca fue exigente y terminó por acostumbrarse.
Como casi siempre, yo ayudaba en la cocina: lavaba los trastes, limpiaba la casa, iba por leña o lo que mi madre necesitase. Esa era mi función principal. De vez en cuando me daban otros quehaceres, pero casi siempre me mantenían en casa. No les gustaba que saliera o me alejara mucho.
Mis labores diarias concluyeron ese día. Estaba parada junto a mi madre mirando por la ventana que daba al jardín trasero. Las facciones de sus rostros no mostraban expresión alguna y ahora que lo pienso, nunca me detuve a verla con tanta atención como ese día. Tristeza, era lo que sus ojos reflejaban.
¿Sabes una cosa? En algo si me parezco mucho a ti, y es que nunca me podía quedar quieta. El placer de perseguir a las mariposas que se posaban cerda de mí, era algo incontrolable. A veces me jugaban una mala pasada y terminaba castiga.
La temporada de frio imponía presencia por esas fechas, así que ya no se les veía con tanta frecuencia y rara vez podíamos disfrutar del suave sol mañanero. Aunque ya te digo, ese día salió de pura suerte. De cualquier manera y a juzgar por las nubes, en unas horas vendría la lluvia.
Entonces, los primeros rayos de luz se hicieron notar muy temprano, se escabullían por los ventanales de la casa y el polvo parecía danzar al ser tocado. Estaba feliz, pero no fui la única en alegrase por tan importante suceso. De entre las ramas de los árboles se originaban agudos y diminutos sonidos. Los pajaritos del jardín celebraban a mas no poder.
"Desde ese entonces he amado el calor del sol y ese olor a tierra fresca y mojada. Es una sensación muy familiar".
Las horas transcurrieron como si de minutos se hubiesen tratado. Y en menos de lo que canta un gallo el sol se fue y vino la noche, con la lluvia de acompañante, que aún era mansa.
Hoy no era un día como cualquier otro. Claro que no. El reverendo Isaías, (quien nos visitaba con mucha frecuencia), estaba por llegar. Y efectivamente así fue. No tardó en aparecer.
Desde lejos se le podía ver cabalgando en su caballo, a paso lento. Su bello corcel, tenía unas patas grandes y la cabellera fina. No existía duda alguna de que ese color castaño, resaltaba con elegancia la mancha blanca de su frente. Y él, con esa túnica larga y negra que le daba estatura extra, imponía presencia. Pero lo verdaderamente peculiar residía en su sombrero, corto y negro, totalmente negro y sin vida. Aunque se le veía elegante, ensombrecía su rostro. Rara vez se le podían vislumbrar los ojos.
Si me preguntas sobre la personalidad de ese hombre, poco puedo decir. No lo conocía, pero por lo que aparentaba, su serenidad era su estandarte. Supo ganarse el respeto de la gente del pueblo. No solo por su estatus de sacerdote sino por la calidez que mostraba ante los niños. O al menos eso comentaban en el pueblo.
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El Granero
HorrorAun vivo con la incertidumbre de lo que pasó aquella noche del 31 de octubre de 1766.