Blanco y rojo

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Su mano, revestida con un guante de látex movió la pequeña palanca que accionaba el tornamesa y que hacía que la diminuta aguja se colocara sobre las hendiduras del disco de vinilo, el movimiento a cuarenta y cinco revoluciones por minuto dejaba sonar primero un pequeño ruido blanco que al final suelta a través de las bocinas del altavoz la canción. Balada romántica por excelencia, de película en la esencia del amor ve reflejada en la alfarería.

Viste un traje de corbata azul con rayas finas y zapatillas de cuero reluciente, quizás recién lustradas, pero pensaré que en su lugar están nuevas, un hombre como él no parece ser de aquellos que se vean en la necesidad de lustrarla. Con su alta presencia al vestir se sirvió un poco de whisky, lo bebía sin hacer caras y coloco nuevamente el vaso de donde lo tomo.

Camino hasta el centro de la sala, adentrándose sobre una lona de plástico blanco extendido por el resto del alfombrado, sobre una mesa había un pequeño maletín de no más de quince centímetros, vuelca los seguros y lo abre; sobre la acolchada espuma que tiene grabada la figura a profundidad en la que encaja perfectamente su pistola de fabricación canadiense, que al accionar el gatillo dispara balas de calibre de nueve milímetros.

La agarra con la mano que recubre el látex del guante, luego se dirige hacia mí. Postrado a sus pies y atado con cuerdas que nunca logre desatar. Es mi sexto día desaparecido, pero en unos pocos ya nadie me buscara, se movería cielo y tierra si mi aparición dependiera de asuntos diplomáticos que pusieran en apuros a la nación o si los millones que tuviera en mis cuentas bancarias valdrían lo suficiente para mover lo suficiente. Pero solo soy un pobre obrero de la fábrica de refacciones para automóviles, propiedad del sujeto que me apunta ahora mismo con su pistola.

"No es nada personal", dice. Sé que no lo es, no creo que me conociera personalmente antes de que me raptaran los hombres que trabajan a su servicio, vestidos de traje y con máscaras muy finas. Es su manera de hacer catarsis, aunque un hombre de su posición puede darse el lujo de purgar aquellos pensamientos con lo que sus deseos carnales le exijan; lo único que yo podía hacer, era beberme algunas cervezas mientras golpeo con el taco las bolas del billar.

Cuando llega el coro de la canción, permite a su dedo índice atraerse hacia él, llevando consigo el gatillo, lo último que puedo oír es el sonido del fuego que impulsa la munición hacia lo más profundo de mis sesos, que terminan esparcidos en múltiples partes por toda la lona tiñéndola en un baño color rojo. Mi cuerpo cae, el hombre coloca su arma de nuevo en su maletín, coloca los seguros otra vez y con su mano descubierta saca de la contraria el guante que oculta sus huellas.

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