19. Infierno rojo

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Ítalos vislumbró una silueta de entre la humareda que emergía del Magisterio de los hechiceros. Estaba jadeando, casi sin aliento, había sido tan rápido que ninguno de sus compañeros había tenido tiempo de detenerlo, no tenía idea si es que sus hermanos lo habían seguido, ni siquiera se había vuelto a ver. Cada segundo era imprescindible.

Unos ojos amarillentos fulguraron desde la densa humareda e Ítalos, sin vacilar, se adentró en aquella hoguera naranja. Fue tan veloz que las llamas apenas rozaron sus ropas.

—¡Ignifer! —lo llamó antes de que de las manos de su hermano surgieran más flamas—. ¿Qué has hecho?

Ignifer reconoció a Ítalos y sus dorados ojos se apagaron. Ítalos se percató de que detrás de él estaban otros de sus compañeros, sosteniendo a un muchacho desconocido que parecía casi al borde de la inconsciencia.

—Llegas a tiempo, hermano —dijo Ignifer, impávido—. Necesitaremos más manos aquí.

—¡¿Qué demonios te pasa?!

Las llamas cada vez crecían más y más. Ítalos asió encolerizado el cuello del manto de Ignifer y él hizo lo mismo con Ítalos.

—Lo estaban torturando ¿Cómo crees que se puede lidiar con esa situación de manera pacífica? —siseó entre dientes—. Podemos dejar nuestra discusión para después, verás que aquí estamos algo cortos de tiempo.

Ambos se observaron ceñudos por un par de segundos pero luego Ítalos cedió. Estaban en medio de un edificio en llamas, tenían a un dragón herido, debía dejar sus quejas para otro momento.

Aquella corta desavenencia había causado incertidumbre entre los otros dragones, pero ésta desapareció cuando tanto Ítalos como Ignifer se predispusieron a abandonar el lugar a través de la cortina naranja de fuego que se había formado, franqueando la salida. Sin embargo, el grupo se detuvo en seco al notar unas siluetas aparecer detrás de las columnas de fuego.

Ítalos lo estaba esperando, era imposible prender en llamas al Magisterio sin que hubiera una respuesta inmediata por parte de los hombres. No estaba seguro quienes de los que estaban allí eran soldados y quienes hechiceros. Por el momento, ellos no debían verlos pero quedarse allí para siempre no era una opción.

—Separémonos —sugirió Ítalos en un susurro suficientemente audible para todos—. No deben de ver qué dirección tomamos. Sigamos diferentes rutas y nos reuniremos con los demás.

Ignifer lo miró de reojo pero no repuso nada.

—La prioridad es nuestro hermano recién encontrado. Vamos a cubrirlos para darles tiempo de huir —señaló Ignifer a sus compañeros.

Vamos a cubrirlos. Ítalos supo qué quería decir. Ignifer le lanzó una mirada de soslayo como si esperara que replicara pero él no lo hizo. Muy a pesar de él, estaba de acuerdo.

Si no era ese día, sería otro. Sangre humana debía correr, sólo que él hubiera esperado que ese día demorara en llegar.

Luego de un cruce de miradas de asentimiento. Ignifer e Ítalos hicieron una seña rápida a sus compañeros y éstos se pusieron en marcha. Entonces, ambos atravesaron la columna de llamas, las cuales apenas los lamieron sin hacerles daño. De repente, unos gritos de sorpresa y pavor se escucharon por entre los soldados al ver emerger del fuego a dos personas. Pero ni Ítalos, ni Ignifer le dieron tiempo de reaccionar. Sin mediar aviso, convocaron una horda de fuego que cubrió a las personas que estaban en frente de ellos. Ítalos ni siquiera pudo ver sus rostros, eran figuras sin nombre que se retorcían entre el fuego salvaje que él había desatado. Pero pudo escuchar sus gritos y por un instante fue transportado al caos rojo de Gulear. El pueblo que él había destruido.

Ignifer se alejó, con paso firme sin dejar de emanar fuego, limpiando todo lo que veía delante de sí con una sábana ardiente de rojos y naranjas. Ítalos hizo lo mismo, pero sus manos temblaban, hasta el punto en que no podía controlarlas. Las escenas inclementes venían a él como un torrente salvaje de recuerdos.

Los alaridos, el llanto, el olor a cabellos incinerados, el crepitar degenerado del fuego incontrolable que quemaba la carne viva. Y él había sido instrumento de esa destrucción. Pero en toda guerra hay víctimas. No era su culpa. No obstante, las personas que murieron eran inocentes. Como las que estaba incinerando en ese momento.

De pronto, empezó a jadear como si algo estuviera oprimiendo su pecho y unas gotas finas de sudor se deslizaron por su frente. No sudaba por el calor. Ellos no eran a quienes él debía enfrentar, pero ésta era una guerra. ¿Cómo era que un dragón dudaba en defenderse? Él era un dragón, era fuego invasallable.

¿Cómo era que el fuego dudaba en quemar?

Los aullidos ensordecedores de las personas que estaba calcinando vivas perforaban su cabeza como dagas dirigidas al centro de su consciencia. Ignifer se perdió entre la espesura incandescente de las llamaradas que se habían multiplicado e Ítalos supo que ya era momento de abandonar el lugar cuanto antes. Sus hermanos también debían estar huyendo. Ya era suficiente.

Pero sus pies trastabillaron, comenzó a respirar entrecortadamente, como si le faltara el aire. No podía levantarse. Aullidos y quejidos por doquier, alrededor suyo se desataba el fuego como si liberara una furia instintiva y primitiva. Era el infierno mismo.

Una sombra lo cubrió y cuando alzó la vista, se encontró con los ojos de un hombre de armas. Ítalos sólo observó el brazo de aquel soldado en carne viva. Sus llamas debían haberlo alcanzado, pero él estaba aún ido, no vio el brillo de la espada y no pudo reaccionar a tiempo. Sintió de pronto un dolor punzante en el costado, ni siquiera emitió un grito. De forma casi involuntaria, extendió su mano hacia el rostro de aquel hombre y una marea de fuego arrasó con él.

Tal vez sucedieron horas o tal vez fueron minutos, Ítalos no estaba realmente conectado con la realidad. Todo alrededor sucedía como si estuviera viéndolo desde otra perspectiva ajena a él, como si estuviera dentro de una burbuja de agua. Los sonidos eran confusos y las imágenes, borrosas.

Sabía que se estaba alejando del edificio en llamas, la algarabía y bulla eran cada vez más lejanas y los callejones por donde estaba escurriéndose lo ayudaban a pasar desapercibido. No dejaba de palpar la herida desde donde su cálida sangre seguía brotando.

Cuando cayó del otro lado del muro, se estampó contra la tierra del jardín. Apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie, era imposible para él en ese momento realizar un salto preciso.

En la escasa consciencia y coherencia que aún le quedaba, no había tomado el camino para encontrarse con sus hermanos, sino con Zuzum.

En la mente de un dragón sólo había cabida para reflexiones lógicas, pero Ítalos ocupaba el cuerpo de un hombre; las dilucidaciones de su mente, en ocasiones, se alejaban de la razón y eran invadidas por factores inefables que afectaban su proceder. Ítalos ya lo sabía, pero aún así, no le importó.

En lo único que pensaba era que un infierno rojo lo había separado de Zuzum por tres años. Un abatimiento, miedo y desesperación insondables lo embargaba, los mismos que lo habían invadido hacía casi diecisiete años cuando la vida se le escapaba en el aliento en medio de un invierno implacable y se decía a sí mismo que no quería morir de esa manera.

Pero en ese momento, su temor más aplastante no era ese.

Tengo que verla. Se repitió una y otra vez. Tengo que verla. 


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