32. Espíritus de fuego

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—¡Todos a las celdas! —vociferó alguien de manera imponente— ¡Ya están aquí, sabía que vendrían!

El anciano Dalim se volvió abruptamente y pareció observar a quienes se aproximaban en el pasillo. Ítalos aferró a Zuzum contra él y miró desesperadamente por todas partes, como un animal enjaulado que pugnaba por encontrar cualquier rendija por la que escurrirse.

—¡Eh! ¡Dalim! ¿Qué haces? ¿Nos vas a honrar con tus empolvadas habilidades? —espetó la misma voz en un grueso tono burlón. Dalim se colocó contra la puerta y estiró su túnica para cubrir la parte que estaba fundida.

—Te lo dejo en tus capaces y jóvenes manos, Eleso –respondió estoico, con calma—. Yo aún tengo algunas preguntas para nuestra prisionera.

Ítalos frunció el entrecejo, confundido pero no bajó la guardia. Escuchó que Eleso soltaba un resoplido de escarnio y él y su comitiva prosiguieron con su camino hasta que sus pasos se perdieron escaleras abajo. Entonces, Dalim se volvió hacia ellos, ceremonial y grave; y los examinó con un aire de prudencia. Ninguno dijo nada por unos largos segundos. Ítalos no dejaba de mirarlo con recelo, lo recordaba de aquella infeliz época en la que estaba bajo el poder de Ureber.

Recuerdos que hubiera preferido no tener.

—¿Por qué nos ayudaste? —inquirió por fin Sefius.

—Puede que pertenezcamos a bandos opuestos pero eso no quiere decir que haya olvidado diferenciar entre lo que es justo y lo que no lo es —explicó e Ítalos tuvo ciertos problemas en admitir que en aquellos ojos celestes como los de él, parecía brillar la sinceridad—. Soy Dalim Mendis, hechicero de la corte.

E hizo una reverencia, aquello sacó momentáneamente a Ítalos del esquema.

—Sefius —respondió él de la misma manera—. Ya debes de saber que ésta no es nuestra edad ni nuestra apariencia verdadera

—Por supuesto, ustedes son espíritus de fuego, y como tales, les debo respeto.

—El mismo que te debemos a ti.

Ítalos estuvo brevemente aturdido por la fluidez con la que ellos se entendían, no pudo dejar de notar que ambos parecían tener la misma clase de apertura. Por un instante, le pareció inverosímil que estuvieran conversando con un hechicero de aquella manera tan incauta, como si el conflicto que sumaba centurias que tenían contra ellos no existiese.

—Soy Ítalos —apuntó cuando se percató de que aún no se había presentado—. Ítalos Larim.

El hechicero se detuvo nuevamente en él, y su mirada profunda lo incomodó. Parecía que estaba extrayendo información con sólo mirarlo, como si formulara hipótesis y conclusiones. Nubes de incertidumbres parecían desvanecerse en los ojos de aquel anciano.

—Has crecido mucho, aunque realmente esa no es tu edad —dijo con ademán de comprensión, luego se enfocó en Zuzum—. Veo que al igual que yo no guardo inquina contra los dragones, tú no la guardas contra los humanos.

Ítalos atrajo a Zuzum más para sí de forma inconsciente. Al igual que Sefius, ella no parecía inquietada por la presencia de Dalim. Pero Ítalos no podía evitarlo, no podía dejar de ligarlo con la presencia de Ureber, no podía dejar de desconfiar.

—Te debo una disculpa. —El hechicero bajó levemente la mirada.

—¿Disculpa?

—Si hubiera podido deducir  lo que estaba tramando Ureber, años atrás, si hubiera podido hacer la conexión a tiempo, Gulear aún seguiría en pie.

El semblante de Ítalos se endureció y como no agregó nada, Dalim prosiguió.

—Pero entendí todo demasiado tarde. Sé que realmente no fuiste el responsable de esa tragedia. No me llevó mucho tiempo reunir las piezas y hacer conjeturas de lo que había sucedido. Entendí que Ureber estaba experimentando con un dragón; pero nadie había visto uno en más de cien años. Entonces te recordé a ti, ese niño que él pareció haber acogido de buena voluntad. Pero Ureber no era ese tipo de personas, él era una de las peores versiones de nuestra especie. Recordé entonces una teoría escandalosa a la que nadie le había dado crédito pero ¿cómo era eso posible?

¿Cómo era posible que un dragón permaneciera con Ureber sin sospechar sus objetivos? La única explicación era que, el dragón en cuestión, no sabía que lo era. Ureber siempre pensó en sí mismo, cualquier avance o logro que beneficiara a otros, sólo lo realizaba si es que en el fondo lo beneficiaba a él, si aumentaba su reputación o su fama. Un ser como tú, ostentando el poder que tenías e ignorando quién eras en realidad, cayó en las peores manos posibles. Entendí que Ureber nunca se pudo haber compadecido de tus circunstancias. Tal vez te hayas llevado la impresión de que la ambición por el poder es una reacción muy humana, y es cierto. Pero también lo es la compasión.

Gulear fue destruida no por el fuego sino por la falta de compasión de Ureber, y ahora, Eleso sigue sus mismos pasos. Toda esta guerra ha nacido por una injusticia que nosotros mismos hemos generado y es irónico que Eleso procure ajusticiarlos a ustedes por el incidente de Gulear, cuando eso sucedió por error de nosotros. Nosotros te hicimos destruir una ciudad y lo siento mucho.

Ítalos no se había esperado esa disertación, se le cayó la mirada, totalmente abstraído. Era inútil ver a aquel hechicero como un enemigo, porque no lo era. El yugo de lo que sucedió en Gulear lo había acompañado desde hacía tiempo y siempre lo acompañaría, pero aquellas palabras se sentían como un viento estival en medio de un frío invierno.

—No tienes porqué disculparte, Dalim —dijo en un susurro—. Tú nunca estuviste en falta.

Pero Dalim negó con la cabeza.

—Los errores de mi gente, son mis errores también. No podemos clamar irresponsabilidad por las faltas de los nuestros, alguien tiene que asumirlas y repararlas.

Ítalos observó en silencio al hechicero y vio la genuina generosidad que transmitían sus ojos. Se preguntó sólo por un instante qué hubiera sucedido si es que en lugar de encontrarse con Ureber, se hubiera encontrado con él. ¿Qué tan distintas serían las cosas?

 Pero no había caso en hacerse esa pregunta. No había fuerza alguna que pudiera enmendar el pasado.

Un estallido sobrevino de las profundidades y todos sintieron una sacudida salvaje bajo sus pies. De pronto escucharon con más claridad gritos, vociferaciones y gemidos venir desde el exterior. Ítalos se asomó al instante por la única ventana de aquella habitación.

—Por todos los cielos... —musitó en un hilo de voz Zuzum.

Aquella visión parecía provenir del mismo infierno, por un instante, el sonido se esfumó y sólo pudo contemplar todo, impotente.

De alguna manera, la trifulca que se había desencadenado había destrozado una de las gruesas paredes de piedra de aquella mazmorra. Ítalos pudo reconocer desde lo alto a varios de sus hermanos en batida contra hombres en túnicas negras. Estaban todos desperdigándose por las calles pero no iban en retirada, estaban enfrascados en medio de una lucha desbocada. Enormes llamaradas de fuego se disparaban por todas partes, rebotando en las casas y edificios aledaños.

Ignifer estaba con ellos, rugiendo órdenes como un enloquecido. Y del otro bando, pudo reconocer la figura de Eleso. Los hechizos que lanzaban los hombres eran desbaratados por el fuego de los que habían recibido el fuego blanco. Pero no cedían, ninguno de los dos cedían.

Ítalos se volvió por inercia para encaminarse hacia aquella encarnizada batalla, pero se paralizó ni bien dio un paso.

¿Qué iba a hacer?

El fuego blanco que les concedió a sus hermanos se acabaría pronto y luego todos serían apresados. Era inevitable. Entonces, ¿les cedería el poder que necesitaban?

Si lo hacía, ellos no se detendrían con sólo vencer. Destruirían todo.

Sintió el tacto de Zuzum en su brazo a su costado y la miró de soslayo, consternado.

—El pacto, dijiste que hubo un pacto, que no habría una lucha —emitió ella, con el mismo sentir que él en su voz.

El fuego crecía y se extendía por los tejados y techos, el ruido del crepitar salvaje de las llamas llegaba hasta sus oídos.

La capital era la ciudad más extensa de todo el reino y era considerablemente inmensa en comparación con el diminuto pueblo de Gulear. Un solo dragón había sido suficiente para desolar aquella extensión, uno sólo. Ítalos sabía cuál sería el desenlace de aquella contienda si es que permitía que las cosas siguieran su curso. Sus hermanos estaban dando rienda suelta a su poder, movidos por la ira y clamando venganza. Espíritus incontrolables de fuego.  

—El pacto ya no existe —aclaró él—. Lo van a quemar todo. Todo.


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