25. Separación inminente

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Luego de regresar de su peligrosa incursión nocturna, Ítalos tuvo la sensación de que acababa de terminar de destruir algo que ya estaba hecho escombros. Había sido lo mismo a aniquilar sus propios sueños palabra por palabra y aquello fue una experiencia nueva y diferente a cualquiera que hubiera vivido antes. Una renuncia definitiva.

Sólo entonces se había dado cuenta de lo mucho que le había aterrado que ella supiera la verdad, y también sentó en él la certeza de que, realmente, él había cambiado mucho. La verdad, sea en la materia que fuere, era algo que como dragón nunca hubiera eludido, aunque fuera desagradable o desalentadora. Pero todo ese tiempo no había hecho más que rehuirle a ese momento. Atrasar lo inevitable para engañarse a sí mismo en ese oasis de felicidad. Y no había actitud más humana que esa. Su mentalidad había variado mucho a lo que solía ser, pero no lo lamentaba del todo, pues entendía por qué había actuado así.

Sentirse amado, aunque breve, había sido una experiencia liberadora, y había valido la pena. Entendía por qué había pretendido perpetuarla, pero también había llegado el momento de admitir que no le correspondía conservarla. Aunque aún lo consumía una indecible tristeza, una sombra de consuelo brotó en él. Sentía que había hecho lo correcto.

Muy a pesar de él, sabía que la naturaleza humana era de sentimientos cambiantes. Eventualmente ella podría continuar con su vida, volver a amar a otra persona y vivir una vida plena y feliz. Aunque por más que se forzaba a no ahondar más en el aquel pensamiento, Ítalos no podía negar que le corroía no ser él quien estuviera en ese lugar. Pero ¿acaso debía ser él quien ocupara ese sitio?

En los días sucesivos, se repitió a sí mismo las palabras de Emiria. Que aquello había sido un sueño febril y que nunca en ninguna circunstancia habría funcionado. Se lo repitió todos los días hasta que arribó el día prometido de la boda de Zuzum, concertada tres años atrás.

No pudo evitar ser consciente de ese acontecimiento, pero ya había decidido recibirlo con resignación. Y con ello cerraba ese capítulo para siempre. Zuzum y él eran diferentes, pero sobre todo, él había hecho tantas cosas que a cualquiera le aterrarían. La persona a quien ella había amado era distinta a lo que él era. ¿Cómo podría ignorar eso?

Se encontró vapuleado por haber perdido todas aquellas expectativas que se había hecho en la cabeza de una vida al lado de ella, pues, de manera inevitable, él se había estado haciendo a la idea. Había dejado volar su imaginación hacia un supuesto donde la guerra en contra de los hombres terminaba por fin y una paz entre ambos se instalaba por un tiempo indefinido. Un supuesto donde él y Zuzum pudieran compartir un futuro, juntos.

Y con ello, llegó a comprender aún más la naturaleza inquieta de los seres humanos, anhelantes por el delirio de fantasías irrealizables, de utopías idílicas e imposibles. Tal vez había sido una ilusión risible pero había sido una hermosa ilusión.

Se internó en las páginas de los libros de magia con más ahínco. Ahora con una tranquilidad dolorosa, pero con la determinación de terminar aquel conflicto de la mejor forma posible. Aunque las fantasías de los hombres eran inadmisibles para un dragón, Ítalos las encontró necesarias. Podía vivir con ellas, podía encontrar en ellas un motivo más para realizar su misión. La ilusión de ese cariño eterno que llevaría siempre en él.

Con el pasar de los días se reafirmó a él mismo que podría superar aquella experiencia, que llegaría un día en el que él podría mirar hacia a atrás con una sonrisa plácida, puesto que siempre recordaría a esa joven hasta el final de los tiempos.

Los que no se dejan vencer por sus heridas pueden vivir con las cicatrices; ahora que tenía un corazón humano podía aspirar a ello.

Y, finalmente, a fuerza de tanto pensarlo, lo creyó.

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