Bouquet y pergaminos

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Los magistrales pasillos, a pesar de encontrarse vacíos tan temprano en la mañana, no dejaban que te sintieras solo. Nunca había sabido por qué, muchos pensaban que era por los cuadros que decoraban las paredes y que parloteaban desde que el sol comenzaba a salir, o por los fantasmas, quienes hacían competencias para ver quién atravesaba más paredes al mismo tiempo, en medio de carcajadas y gritos.

Lily sabía que no era por nada de eso, era el simple hecho de que Hogwarts tenía vida propia. Cada granito mágico de cada rincón del castillo latía, vibraba y sentía, tenía una esencia propia, y eso era lo que te hacía sentir acompañada cada día y cada noche. A Lily le gustaba pasearse por los pasillos los fines de semana a primera hora, cuando todo aún estaba en silencio y el aroma del pastel de calabaza y la leche caliente se elevaba desde las cocinas. Le gustaba, especialmente, ahora, cuando la nieve cubría cada rincón de los jardines y la copa de los árboles, vistiendo todo con un inmaculado manto blanco.

Se acercaba la navidad, y ella había enviado una lechuza a casa, avisando que pasaría ese diciembre en Hogwarts. Era su último año, quería recordar cada pequeño detalle del castillo, sus aromas, la textura del frío granito bajo sus palmas, el sonido de las plumas rasgando los pergaminos, la paz en la biblioteca, las vistas que obtenía desde lo alto de la torre de Astronomía. Estas, cabe destacar tenían una periferia completa del campo de Quidditch. No es que a ella le estuvieran preguntando.

Un pequeño suspiro escapó de sus labios al recordar la carta que tenía escondida bajo el colchón de su cama en el dormitorio de chicas, junto con las demás. La había recibido esa mañana, junto con un ramo de lilas violetas. No le había extrañado, ni sorprendido. Había estado recibiendo un ramo igual el decimotercer día de cada mes desde tercer año, las cartas que lo acompañaban usualmente eran poemas de Yeats, fragmentos de Dickens y, muy raras veces, versos en prosa sin comillas y sin nombre de autor. Ella no podía negar el revoloteo en su estómago cada 13, cuando alguna de las lechuzas del colegio le dejaba el ramo y la carta en la ventana de la habitación. Nunca habían ido firmadas, hasta hoy.

Ver aquel nombre al final de la carta de quién ella había imaginado como su sueño sacado de una obra de Jane Austen, le había desencadenado un sinfín de reacciones que no esperaba. No lo odiaba, ni mucho menos. Su firma le había acelerado el corazón a un punto en que tuvo que recordarse respirar para no morir. Solo que no se lo había esperado.

Siempre le había parecido gracioso, obviando el tema de las bromas pesadas. No eran sus favoritas, le parecían tontas e innecesarias y le habían parecido insultantes en su momento, hasta que súbitamente, a mediados del sexto curso, se habían detenido. Los comentarios mordaces persistían, al igual que las riñas y las miradas de desprecio, pero ya no había ropa Slytherin bailando como estandarte en las cúpulas del castillo, ni Severus había asistido de nuevo a enfermería, víctima de alguna poción cantora o de el maleficio de las piernas juntas.

Aquello le había mostrado su verdadero carácter. Solía verlo ayudar a los niños de primero y segundo con sus deberes de Transformaciones, se carcajeaba con fuerza ante algún comentario sarcástico de Remus, Peter o Sirius, echando la cabeza hacia atrás, los rizos del cabello castaño oscuro cayéndole sobre el rostro cuando volvía a enderezarse. Y ni hablar de cómo parecía ser uno con el viento en el Quidditch.

"¿Cuándo vas a admitir que te gusta, Lily?" Le había preguntado Remus hacía días, en la biblioteca, luego de un partido de Ravenclaw contra Gryffindor.

Ni ella lo sabía. Quizás había estado esperando una señal, algo que le demostrara que no era una pérdida de tiempo. Porque Lily no pensaba perder el tiempo, ni quería hacerlo. Tenía un miedo irracional a enamorarse y ni siquiera sabía por qué, solo estaba allí, atenazándole la garganta con furia.

Marauders OSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora