Babosidades que tienden al orden

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La búlgara era una chica excéntrica. Ella se acostaba con un graduado en ciencias audiovisuales que quería trabajar en radio. De alguna forma los gustos de la búlgara empezaban a dejarse ver ya que yo también le caía bien y me encantaría ser lo suficientemente talentoso para dedicarme al mundo audiovisual; pero yo optaría por el cine más que por la radio. Al parecer, el chico ese al que nos gusta llamar "el follamigo" se llama Juan así que me referiré a él por ese nombre.

Como alguno de ustedes se habrá imaginado ya, Juan poseía de una seductora voz ronca que lo cubría de virilidad; además, jugaba al fútbol, poseía un físico que la búlgara define como canónico para su función; y que no se limitaba tan solo a su estatura y al color de sus ojos, ustedes ya me entienden.

Anteriormente había llegado a sentirme celoso por Juan, pero después de sufrir el rechazo de la búlgara, y de disfrutar de la ternura que la Aida supo brindarme poco después, mis celos desaparecieron por completo, y comencé a ver a Juan y a la Búlgara de una forma ciertamente distinta. Por ejemplo, un día la búlgara me pidió que le llevase un medicamento a su casa ya que se encontraba demasiado débil para salir y saltarse la cuarentena que por aquellas regía en el país. No es que su enfermedad fuese tan importante como para frenar a la búlgara, sino que ella era demasiado soviética como para desobedecer una orden del gobierno; sin embargo, ella no era soviética, créanme, lo he buscado.

Su casa era caótica y productiva como ella. Poseía prismáticos para ver a las gaviotas. Las pizarras se le quedaban cortas y no había cristal de su casa sin anotaciones sobre temas varios. La cocina lucía inmensamente desordenada y poseía una multitud de alimentos. Ella era exótica, dejémoslo así. Y daba la sensación de que estaba a punto de crear alguna cosa fabulosa en cualquier momento. 

Aquel día, para devolverme el favor, ella me invitó a comer y me cocinó un plato tradicional de su país que aderezó con ingredientes que yo no había probado jamás; pero le echó salsa de tomate americana que aniquilaba casi por completo el sabor que la mezcla del resto de alimentos brindaba. 

No logro recordar de que cosas charlamos, pero recuerdo que la conversación fue amena, e incluso me gustó cuando comenzó a canturrear la canción "Always look on the bright side of life", ya saben esa que suena al final de "La vida de Bryant". Los Monthy Phyton le encantaban a mi padre y me contagió el gusto a temprana edad. Fue tan tranquila la velada con la búlgara que hasta las canciones eran igualmente alegres y calmadas, espero que sea capaz de mantener ese estilo en lo que se supone que estuviera trabajando con tanta pasión.

Al terminar de comer limpiamos la cocina y yo en dicho proceso junté una basura que me ofrecí a tirar cuando llegó el momento de marcharse. 

Al salir de aquel sitio, me encontré con un antiguo amigo del instituto que hacía tiempo que no veía y él quiso invitarme a pasar la noche en su casa. Empezaba a pensar que a lo largo del tiempo me había juntado con una serie de personas con alta tendencia a saltarse las normas vigentes y que por ello la cuarentena les sentaba tan bien a todos ellos. 

Llegado el día de la invitación, me decidí asistir a la cita a regañadientes porque no lograba recordar el motivo por el cual me uní a ese chico, pero cuando me presentó a su mujer ella supo refrescarme la memoria. Esa noche besé a su pareja en un instante en el que mi amigo nos dejó solos en la habitación buscando un antiguo álbum de fotos y el beso sabía como a verdura y salsa de tomate americana.

 No volví a verles desde aquel día, pero espero que les vaya bien. 

Al final el álbum resultó que lo había dejado en casa de su madre, pero advirtió que volvería a llamarme cuando lo tuviera en su poder para una nueva juntanza.


Del placer que no llega (colección de cuentos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora