Prefacio

646 63 49
                                    

Emilia se observa por tercera vez en el reflejo opaco de la ventana, sube cuatro escalones y regresa al primero. Por sexta vez en la noche, verifica su vestido negro que le llega hasta las rodillas, con un estampado de pequeñas flores rosas y el maquillaje simple que hace ver sus ojos café claro más iluminados que de costumbre.

—No has hecho todo esto para nada ¡Te bañaste un domingo! —susurra a su reflejo, en reprimenda.

«Porque es fin de año, mula»

Seh, pormenores —le responde a su consciencia, a quien habitualmente llama: Wanda.

Celebrar año nuevo nunca ha sido la gran cosa para ella. Lia, como la llama su abuela, suele levantarse temprano al día siguiente para visitar a su madre muerta y a su padre aún más muerto. Así que su horario para ir a la cama la hace parecer como si fuera la abuela: 9:00pm.

Excepto ese día. Justo el fin de año que cae domingo la posee un espíritu carroñero y lujurioso que la ha arrastrado hasta el baño, le ha puesto su mejor vestido con escote V que resalta sus enormes pechos y la ha obligado a maquillarse. ¿Para qué? Pues para que no sea capaz de subir unas estúpidas escaleras.

—Nena, ¿vas a quedarte ahí? —dice un hombre que pasa por su lado, ríe con su compañero.

—No, es que yo...

«No fuiste invitada, doña inteligente... O no, mejor dile que vienes a buscar quien te desvirgue. Álzate el vestido y muestrales el producto» —De nuevo Wanda.

Emilia se atraganta con sus propios pensamientos. El moreno y el rubio comparten miradas, extrañados y divertidos al mismo tiempo. Deciden dejarle una lata con cerveza en la mano y suben las escaleras.

«¿Ves como se suben unas escaleras, tarada? Como lo has hecho desde que aprendiste a caminar»

Emilia masculla, ordenándole a Wanda que se calle.

Wanda es como su alter ego. Lo que Emi no reconoce —así la llama Liam, su mejor amigo dominado por la arpía que tiene de novia—, es que Wanda le pertenece y podría adueñarse de su sinceridad y atrevimiento para mostrárselo al mundo.

Abre la lata de cerveza y bebe la mitad de un golpe. Los ojos se llenan de lágrimas por el picor en su garganta.

—¡Upa! Esto era lo que necesitaba... Ahora sí.

Vuelve a mirarse en el reflejo opaco de la ventana y palmea sus mejillas.

Comienza a subir las escaleras despacio pero decidida. Se detiene en el medio para abandonar el resto de la cerveza en un rincón y continuar, no sin antes darle las gracias por el valor brindado.

Se acerca a la barra intentando no rozar demasiado con las personas extremadamente sudorosas, bailarinas y no vírgenes.

«No seas prejuiciosa, mojigata» —A regañadientes le da la razón.

Pide un vaso con agua y rodajas de limón, normalmente nunca bebe y esa media cerveza ha sido suficiente.

—¿Estás segura, hermosa? —cuestiona el barman tatuado y muy barbado, quien ni siquiera la está mirando.

—Segura —grita para que le escuche por encima de la música.

Media hora después de ingresar en el bullicio donde la mayoría sigue siendo adolescente, o se comporta como uno, supo que Wanda tenía razón: Debió alzarle la falda a los chicos de las escaleras... O mejor, debió quedarse en casa recibiendo el amor de sus seis gatos.

No se ha movido de la barra y va por el tercer vaso con agua, hielo y limón.

«Si necesitaste casi una hora para subir las escaleras, necesitarás otros 29 años para atreverte a ligar con alguien, o por lo menos bailar sola en medio de la pista y llamar la atención de alguien igual de desesperado que tú» —De nuevo su inseparable conciencia.

Una cita con la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora