Dos.

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Mi mochila pesaba en mis hombros por todos los libros que llevaba. Caminaba por la acera en esa tarde en el centro de Londres, mientras el aire fresco golpeaba mi cara arañada y volaba mi cabello molestando la visión.

La sanción que nos dieron por la pequeña pelea que tuvimos fue de 360 horas de servicio social comunitario. Una gran sanción para sólo unos cuantos rasguños y una nariz rota.

Mi mente estaba perdida en cómo le diría a mis padres lo que acababa de suceder, y es que no decirles no serviría de nada, pues mi cara revelaba toda la verdad.

Sí, aún seguía viviendo con mis padres a pesar de tener 20 años.
No es porque yo quisiera si no porque mi mamá pasaba por un momento difícil ahora y no podía dejarla sola. Me necesitaba más que nunca.

Mi relación con ellos no es del todo buena.
En realidad, es demasiado mala.

Mi mirada se perdió en las líneas que dividían cada bloque de acera y recordando lo que hacía cuando tenía 6 años, comencé que tratar de no pisarlas mientras una vaga sonrisa se hacía presente en mi cara.

Recuerdo cuando tenía 6 años.
Todo era tan fácil y lindo. No tenía problemas, me divertía con cualquier cosa, mis preocupaciones sólo eran conseguir las últimas muñecas Barbies que salían al mercado, y sobre todo, era feliz.
La vida en ese tiempo era feliz para mí. Era una niña y en mi mente aún estaba la idea de que me casaría con un príncipe y viviría en un castillo mágico de azúcar y diamantes.

Era tan perfecto y todo se acabó. De un momento a otro todo se fue a la mierda y me duele. Me duele que todo haya cambiado tan repentinamente, me duele que me hayan arrancado esa tranquilidad y felicidad como si fuera la cosa más normal del mundo y me duele tanto saber que no podré recuperarlo.

Mis pies seguían tratando de no pisar las rayas de la acera cuando levanté la vista y lo vi a través de unos grandes cristales de un famoso café de Londres.

Ahí estaba el monumento, portando el mismo atuendo de hace una hora, sentado en la mesa de ese excéntrico y elegante café. Su miraba estaba perdida en su teléfono mientras daba pequeños sorbos a su taza. Su cabello tan oscuro y algo despeinado se miraba tan suave y sus brazos tan bien definidos rodeados de tatuajes, uff. Era tan hermoso.

Hermoso no, lo que le sigue. Era una de esas personas que pareciera que se hacían con tanto amor porque salían realmente perfectas y atractivas, algo así como Zac Efron o los hermanos Hemsworth.
Unos verdaderos dioses y monumentos.

No sé cuánto tiempo tardé observándolo anonada mientras bebía su café y texteaba en su teléfono, cuando su cabeza se elevó en mi dirección y me vió. ¡ME VIO VIÉNDOLO!

Automáticamente bajé la cabeza avergonzada y sentí calor en mis mejillas. Mierda, que estúpida soy.
Ahora pensará que soy una acosadora y no querrá dirigirme la palabra (aunque tampoco es como si llegara a hacerlo).

Me giré siguiendo el camino hacia mi casa y volteé ligeramente para ver si me seguía observando, y sí, lo seguía haciendo. Me observaba fijamente sin apartar la mirada de mí, aunque yo lo miré de vuelta él no apartó por un segundo la mirada y no me quedó más remedio que voltearme de nuevo y seguir caminando, ahora sin mirar atrás.

Nota mental: no mirar por más de 30 segundos a las personas.✔️

(...)

Después de poco más de 20 minutos caminando y de repasar en mi mente una y otra vez lo que había sucedido al cruzar miradas con el monumento, llegué a mi casa.
A mi pequeña, vieja y amargada casa.

Al abrir la reja de metal que daba al patio de mi casa lo primero que vi y me recibió fue mi hermoso perro llamado Gusano. Era una cruza de Chow chow con Husky que mi tía abuela me regaló hace dos años por mi cumpleaños 18. Era mi adoración y lo que más amaba.

—¿Qué pasó, mi amor hermoso? ¿Me extrañaste? ¿Sí? Yo sé que sí.—le hice un par de cariñitos más antes de pararme y sacudirme el jean que traía.

Suspiré y caminé hacia la puerta. Aquí vamos.

Lo primero que observé cuando abrí la puerta fue a mi padre sentado/acostado en el sofá frente a la televisión. Sus ojos estaban cerrados y su boca ligeramente abierta, mientras en sus manos sostenía una botella de lo que parecía tequila a medio tomar.
Seguramente se emborrachó y se quedó dormido justo ahí.
Menos mal, así puedo evitar que vea mi cara aruñada y me haga preguntas y reclamos al respecto.

Me acerqué a la televisión y la apagué buscando a mi madre con la mirada en la cocina. Al no encontrarla me dispuse a subir las escaleras, tal vez está durmiendo.

Abrí ligeramente la puerta de su cuarto y tampoco estaba ahí, toqué la puerta del baño y tampoco hubo respuesta.

No otra vez.

Caminé hacia mi cuarto, abrí la puerta y tiré mi mochila a mi cama mientras mis pies me dirigían a aquella habitación que esperaba no volver a pisar nunca más.

Cuando llegué frente a la puerta blanca que estaba justo a lado de la mía, suspiré. Di un gran suspiro, para seguidamente abrir la puerta y encontrar a mi madre ahí, sentada en la cama de aquella habitación prohibida, con sus manos sobre sus piernas y su mirada perdida.

—Mamá, ¿qué estás haciendo aquí?.—entré con incomodidad y me acerqué a mi madre.

Su mirada perdida se elevó y se concentró en mí.

—Oh, cielo, ¿cómo te fue en la escuela? ¿Trazy viene contigo?.— acarició mi rostro con dulzura y una sonrisa esperanzada vagó por su cara. Ni siquiera notó lo aruñada y magullada que estaba. Eso me rompió de una forma terrible.

—Mamá ya hemos hablado de esto, no tomaste tus pastillas, ¿cierto?.— mi mano tocó la suya que aún estaba sobre mi mejilla y sentí su piel pálida tan helada que solo me confirmó mi pregunta.

Tomé su muñeca y le ayudé a ponerse de pie, mientras su mirada se perdía de nuevo.

—¿Trazy ya no nos quiere? ¿Por qué no ha venido a vernos? La extraño mucho.— su voz apenas era entendible mientras susurraba aquellas palabras que sólo se clavaban en mi piel como cuchillas.

Tragué saliva duramente mientras contenía mis lágrimas. Mi madre no podía verme quebrada porque entonces ella también se quebraría conmigo y no podía hacerle eso. Ya había sufrido bastante.

Caminamos a su habitación y sin decirle nada más la recosté sobre su cama y la arropé. Tomé el frasco de sus pastillas que estaban sobre la mesita de noche y vertí las tabletas sobre la palma de mi mano.
Las conté.
21 tabletas estaban sobre mi mano y no supe si molestarme o llorar.
Hace 4 días que mi madre había dejado de consumir sus pastillas y ya estaba perdiendo la cabeza. Esto no podía seguir así.

Vertí de nuevo las tabletas en el frasco y mi madre ya tenía sus ojos cerrados, su respiración estaba tranquila y eso era lo que yo necesitaba, que estuviera tranquila y que no pensara en lo que pasó nunca más.

Salí de su habitación entrando a la mía y rápidamente me desvestí, necesitaba una ducha rápido.

El agua golpeaba mis hombros y mi cabeza, mientras mis lágrimas saladas se mezclaban con el agua de la ducha. Estaba tan agotada tanto física como mentalmente.

Lloré.
Lloré hasta cansarme y hasta sentir que de mis ojos ya no salía nada, lloré hasta sacar todo lo que he estado acumulando en estos últimos años, lloré hasta sentirme muerta.
Porque sinceramente eso es lo que quería, morir.

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ALEJANDRO | natasha salinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora