Un cuerpo en la playa.

708 36 8
                                    

Año 1982. Papua- Nueva Guinea.

Un gran gentío se encontraba en aquella playa de arena blanca. No era nada raro después de todo. Las playas del Pacifico siempre estaban abarrotadas de personas. Todas en su mayoría eran turistas que iban allí para tomar el sol, bañarse en las cristalinas aguas o practicar surf. Si a eso se sumaba que muchos lugareños se dedicaban a trabajar ya fuera recogiendo basura, dedicándose a vender toda clase de productos a los bañistas o reservando butacas para quien deseara acostarse. Pero aquella mañana, las personas que habían reunidas en aquella playa no lo hacían por esos motivos. Habían venido para ver algo. Algo que el mar había traído. Y era grande.

El cuerpo se hallaba todavía en el agua. Las olas lo arrastraban poco a poco hacia la orilla pero aun así, tardaría bastante en quedar completamente fuera del agua. Las personas se habían colocado a su alrededor. Unos echaban fotos con sus cámaras instantáneas Kodak, otros permanecían impertérritos observándolo. Los niños se acercaban para tocarlo pero sus padres los paraban. La policía no tardo en presentarse y acordonarlo todo mientras esperaban a que alguien experto en la materia apareciese.

No tardó en aparecer un biólogo norteamericano de nombre Adam Barnes que comenzó a estudiar el cadáver. El hombre ni siquiera era de por aquí. Tan solo había venido de vacaciones con su esposa y no le apetecía nada tener que analizar a otro organismo desconocido que las corrientes marítimas habían arrastrado a la costa. Pese a todo, y con el material que le habían prestado de uno de los hospitales cercanos, decidió ponerse en marcha. Con sus gafas de ver cerca y unas pinzas, el ya mayor profesor de Harvard empezó a estudiar el enigmático cuerpo.

El estado de descomposición era más que evidente. La piel se mostraba envuelta en varios pliegues y la carne rojiza sobresalía por ella. Un extraño liquido incoloro supuraba del interior y el olor a podrido envolvía el ambiente, mezclado con el del salitre, dejaba un asqueroso hedor que hizo que el eminente doctor honoris causa tuviese que echarse atrás para tomar una bocanada de aire limpio. Al volver de nuevo al cuerpo, pudo investigar con precisión como era aquel titánico ser. La piel era suave y lisa, sin presencia de escamas. Vio que la criatura tenía cuatro aletas, unas en la zona pectoral y otras al final del cuerpo. La cabeza permanecía semienterrada en la húmeda arena. Se acercó y abrió la boca de la criatura. Las descomunales mandíbulas rectas tenían una fila de dientes serrados cuyo tamaño equivalía a medio brazo suyo. Buscó presencia de branquias en el cuello, pero no encontró. Recorrió el cuerpo de un lado a otro. Se fijó en la cola acabada en una punta curva y alargada. Observó que la aleta era roma y larga, perfecta para impulsarse bajo agua con velocidad mientras que las pectorales se ocuparían de estabilizarla.

Un grupo de operarios hizo acto de presencia en el lugar y empezó a medir el monstruoso cadáver. El ser tenía unos 20 metros de longitud y 4 de alto. El peso se estimo en unas 35 toneladas. El profesor realizó un corte sobre la piel arrugada con un bisturí. Quería muestras de tejido. Extrajo un poco de miel, de carne putrefacta y de sangre. Tras esto uno de los policías se le acercó.

-          ¿Sabe de qué clase de criatura se trata?- preguntó el agente.

El profesor Barnes contempló a la criatura muerta. Dejó que la suave brisa marina soplase sobre sus blancas canas. Tras esto, se volvió hacia el policía y le otorgó una amable sonrisa.

-          No lo sé aun- expuso sin mucho convencimiento-. Tal vez alguna ballena. Si, tiene que ser eso.

Después del análisis, Barnes se marchó con la muestra. El grupo de operarios comenzó a trabajar y mientras la policía dispersaba a la multitud, un camión, provisto de una grúa, apareció. Las autoridades pretendían enganchar el cuerpo al vehículo por medio de la grúa para arrastrarlo a una gran explanada y una vez allí, enterrar el cuerpo. Nadie deseaba dejar el cuerpo allí encallado ya que el mal olor molestaría a los turistas y la carne pútrida podía contaminar el agua. De ese modo, aquellos trabajadores empezaron la labor con rapidez.

Mientras tanto, el gran gentío fue dispersado. Todos volvían a sus quehaceres típicos. Los turistas a disfrutar de sus encantadoras vacaciones. Los nativos, a seguir con su trabajo para vivir bien otro día más. Pero solo una de aquellas personas siguió en su sitio. Solo una, que contemplo como se llevaban aquel gigantesco cuerpo. Él sabía que el análisis de Barnes era incorrecto. Lo escuchó y se sentía indignado ante la gran indiferencia del experto biólogo. Aquella criatura no era una ballena. Se trataba de algo totalmente diferente. De una criatura legendaria que la ciencia se negaba a reconocer pero que llevaba campando a sus anchas por los mares desde tiempos inmemoriales. O eso era lo que el sospechaba.

Pero no tardaría. Aquel joven hombre no era más que un simple estudiante de biología marina que había viajado a Papua como voluntario para ayudar en la recuperación de la población de tortugas verdes de la zona pero en un futuro, se convertiría en un excéntrico criptozoologo obsesionado con dar caza al monstruo más temible que habito los mares. Y su nombre era Christopher Darabont.  

Leviatán (Concurso Criaturas Extrañas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora