Capítulo 11

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Tenían un montón de actividades: Tristán y Micah, judo; Pip, música; a casa para la merienda; luego, los tres a gimnasia; más tarde, Tristán a fútbol y Micah a béisbol. Yo estaba muerto de cansancio solamente por haber conducido a todos esos sitios; pero, afortunadamente, Gemma había dejado todo programado en el sistema de localización satelital de la camioneta que me había confiado. Ella tomó el segundo coche de Harry, el normal, el de todos los días, su Lexus. Él usaba el BMW.

—¿Tienes licencia de conducir, Louis? —me había preguntado vacilante.

Se la mostré, tras buscarla en mi bolsillo.

—¿Arizona? —Sonrió.

Asentí con la cabeza.

—Espera, ¿es una broma? —dijo señalando la fecha de caducidad.

—No, no; expira en el 2031. —Levanté las cejas—. Y la dirección es de un amigo mío, así que estoy en regla.

—¿Esto es válido hasta el 2031? —No podía creerlo.

Sí, Señora. —Me reí—. Hecha en el 2003, ¿ves?

—Oh, Dios mío. —Estaba indignada—. ¡Ni siquiera te verás como ahora en veintiocho años! ¡¿En qué diablos están pensando esos?!

—Son un Estado en crecimiento acelerado, no quieren a cincuenta millones de personas en fila para sacar la condenada licencia.

Su rostro se adornó con una enorme sonrisa, y luego me entregó las llaves.

—Aquí tienes, vaquero. Presta atención y cuida de mis hijos y del Enterprise, ¿de acuerdo?

No entendí por qué llamó a su camioneta como la nave del capitán Kirk, hasta que llegó la hora de aparcarla.

—Mamá dice que no la estaciona: la atraca —me informó Tristán.

Parecía un idiota mientras trataba de salir del lugar de estacionamiento sin tocar el Honda Civic que tenía al lado. Los chicos me aclamaban divertidos por lo que, al lograrlo, les hice una reverencia de agradecimiento. Luego le dije a los tres que cerraran el pico, y ellos se echaron a reír de buena gana, con esa risa que solo los niños tienen, tan contagiosa que ni siquiera un adulto se puede resistir. Tenía que tener cuidado: faltaba poco para que me enamorase de ellos tanto como lo estaba de su tío.

Nos llamó Gemma y nos pidió disculpas de antemano por el retraso de su vuelta a casa. Por el tono de su voz, me di cuenta de que estaba preocupada de que pudiera enojarme. Pero yo no tenía ninguna intención de hacerlo, por mí no había problema. Cuando llegó a las siete y media, los niños ya habían cenado, tomado un baño y ya estaban en pijama, listos para ir a casa.

Los observó, todos ocupados en sus cosas; todos buenos chicos. Pip miraba las caricaturas, Micah dibujaba y Tristán jugaba con su Nintendo.

Rompió en llanto.

La abracé fuerte, sosteniéndola hasta que se calmó, su cabeza en mi pecho y sus brazos alrededor de mi espalda, inclinando su peso sobre mí.

Los niños nos miraban, curiosos por saber que estaba sucediendo.

—Mamá solo está cansada —les dije.

Bajaron del sofá, uno por uno; primero Pip, luego Tristán y, finalmente, Micah. La dama se arrodilló para recibir besos y abrazos de todo el mundo y, además, un dibujo de Micah.

—¡Oh, amor, que bonito! —le dijo, secándose las lágrimas con sus dedos, y señalando el árbol con el columpio y luego a mí, con una enorme cabezota.

Rana y PríncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora