In architettura, il piano di fondazione di un edificio.
La fracción soltera de la sociedad era la predominante. Los hombres modelaban cortes de cabello de doscientos dólares y barbas de distintos cortes y diseños, e intentaban seducir a las féminas de faldas y vestidos cortos que eran víctimas de cómo las plataformas y las agujas altas tenían el absoluto dominio de sus cuerpos: podían contonear la cadera de manera monótona y sistemática debido a la inhabilidad de dar el más insignificante paso hacia un lado o hacia el otro. Ellos disfrutaban de conversaciones banales a alto volumen entre los sorbos que daban a sus bebidas en las rocas, mientras ellas, piernas infinitas y esbeltas y brillantes, los marcaban como la presa que eran: en lo que cuidaban de que sus vestiduras no las dejaran expuestas, dejaban rastros de lápiz labial en sus cuellos o los aprisionaban con un brazo o una mano. Las mesas, epicentros de cada una de las aglomeraciones sociales, estaban plagadas de botellas plateadas que habían pedido con el coloquial nombre de Ace of Spades, de botellas de Cîroc y de una que otra de Macallan que facturaba seis mil dólares la unidad.
Lentamente, sobre el transcurso de la hora y media que resumía la normativa de fashionably late, el salón empezó a llenarse hasta sobrepasar la capacidad máxima permitida por las regulaciones del Estado de Nueva York. Ir a la barra significaba atravesar la enorme pista de baile y correr el riesgo de ser golpeado y quizás morir en el intento, y, esperar a que uno de los diez integrantes del personal del bar escuchara las especificaciones de la bebida, podía significar el fin de la paciencia humana como se conocía.
El área VIP, o sea para toda very important person, estaba situada en el segundo piso de aquel inframundo de despilfarro, lujo, vicio e indulgencia. Con una amplia vista del espectáculo circense que exhibía el proletariado por implicación, es decir, los que no eran ni considerados important: había cabinas para acomodarse en sofás o camas que podían gozar de algo parecido a la privacidad con el desliz de unas sicalípticas cortinas negras, la música podía ser escuchada a un volumen menos ensordecedor, y contaba con una barra que se mantenía despejada por el inigualable buen servicio del personal que se encargaría de proveer la mejor experiencia de vida nocturna de la ciudad.
Ella se había sentado a la barra en cuanto había llegado y había pedido un Martini de la casa para intentar hacer que el tiempo pasara más rápido. La música no le estorbaba, pero tampoco le gustaba. Quizás solo era que nunca había aprendido a bailar ese tipo de música electrónica, quizás era que era algo imposible de bailar: levantar los brazos y saltar no era bailar, no para ella. Al final no importaba, pues ella tenía una estricta estipulación personal de no ejercer el arte del baile a menos de que la música se lo pidiera o de que el alcohol se lo permitiera. En esta ocasión no había pasado ni lo uno ni lo otro.
El segundo Martini lo pidió a su gusto: con gin, 3:1 de vermouth, stirred, straight up, neat.
El barman, un joven que había estado practicando el estilo hípster por unos meses, le preguntó por qué no lo había pedido así desde el principio. Ella le dijo que le gustaba conocer el Martini de la casa, pues era, a su parecer, lo que más decía sobre un recinto de libertinaje adulto: así como lo era el baño de una casa, las manos de un médico, el discurso de un lingüista, el estilo de un asesor de imagen y el cutis de un dermatólogo. Gracias a eso tuvieron una extensa, pero amena conversación sobre lo que decía la bebida de la persona que la ordenaba. Según él y su experiencia había dos tipos de personas que pedían un Martini: por una parte, estaban las que pretendían tener poder y, por otra, las que en verdad lo tenían. Siempre se había molestado por esas personas que lo tachaban de mal mixólogo por utilizar gin y no vodka, o por las personas que habían aprendido la terminología de James Bond; sin embargo, se alegraba en cuanto alguien sabía cómo pedir una bebida de minuciosas preferencias a pesar de que la bebida en sí era simplemente alcohol: un verdadero bebedor de Martini era aquel que poseía la frialdad mental de un psicópata, era aquel que podía lidiar con cualquier cosa, era aquel que tenía poder.