Nel gergo architettonico, parte anteriore externa di un edificio, dove solitamente si trova l'ingresso principale.
–Tres cosas –comenzó a decir mientras se reacomodaba sobre el cuero rojo grosella de la silla en la que se sentaba–. Primero: más que un problema, lo considero un malgasto –opinó mientras cerraba la pluma estilográfica, y se tomó un segundo para repasar, con el pulgar derecho, el BENTLEY que estaba grabado en la palanca de la tapa–. Segundo: rechazo la idea de que nuestro capital humano no da abasto, de que es insuficiente. Creo que satisfacemos todas y cada una de las exigencias y expectativas de nuestros clientes con el personal que ya tenemos. Supongo que lo que estoy pidiendo es una explicación de por qué necesitamos a alguien nuevo en el equipo, lo cual me lleva a mi tercer punto: ¿una diseñadora de muebles? ¿En serio? –dijo con un tono de media confusión e indignación–. Sé que no es tu área de especialización, y, por tanto, tal vez no lo sepas, pero los clientes tienen una fijación freudiana con los muebles de catálogo –comentó, y, lentamente, colocó la pluma sobre la cubierta azul zafiro de su cuaderno–. Además, ¿en cuál proyecto la incluirías? ¿Viene con uno propio? –preguntó, no sabiendo si recibiría una respuesta que podía llegar a reconocer como satisfactoria. Esperaba algo, una lista de razones congruentes que justificara la decisión–. ¿O es que, en el mejor de los casos, viene a ver qué consigue?
Volterra, a quien ella le hablaba, terminó de escribir en su libreta y alzó la mirada para encarar a las otras siete personas que lo miraban con una particular pizca de decepción. Eran momentos como esos los que los hacían dudar quién estaba a cargo, si él o ella; sin embargo, pese a los cuestionamientos sobre su posición en la jerarquía organizacional, le guardaron lástima en silencio, pues sabían que no era fácil tener que defender cualquier decisión que fuera en contra de los gustos de la mujer que no solo en esa ocasión pronunciaba su descontento.
–Emma, a decir verdad, no entiendo por qué te alteras tanto –profirió Harris, el novato, con una risa–. ¿Acaso tienes miedo de dejar de ser la consentida?
–Arquitecta Pavlovic –lo corrigió ella con una mirada sulfúrica–. Usted y yo ni somos familia ni hemos amanecido juntos –dijo, trazando un gesto de tajante negación con su recto y erguido dedo índice por el aire.
–Licenciado Harris –murmuró severamente Volterra, omitiendo las risas contenidas de algunos de los ahí presentes–, entiendo que usted tiene apenas dos semanas de estar con nosotros –sonrió macabramente, pues se le hacía un abuso de estupidez haber comentado lo anterior–; no obstante, en este caso, no considero que el tiempo sea una excusa válida para no dar las debidas muestras de respeto profesional a cada uno de sus colegas, ¿o es que al Ingeniero Bellano lo llama señorito? –inquirió adusto, provocándole al interpelado tres gotas de sudor bajo la nariz–. Vamos –rio nasalmente, echándose contra el respaldo de la silla–, no pretendo que me explique la teoría de cuerdas; esto no debería ser tan complicado –tamborileó la mesa de zebrano con los dedos–. Tal vez si invirtiera su tiempo en conocer a sus colegas... no, ¿sabe qué? Le sugiero que lo haga, porque, de esa manera, yo no me vería en la necesidad de hacer este tipo de intervenciones en el futuro –arqueó ambas cejas mientras se quitaba los anteojos para masajear la ligera marca que le dejaban en el tabique–. Sobra decir que aquí no hay favoritismos, que aquí no hay ni consentidos ni consentidas –dijo al aire, dirigiéndose a todos los presentes–. Sea lo que sea, se trata de méritos.
–Pero eso no le quita lo consentida –susurró Segrate, el más veterano de los ingenieros, como para sí, siendo el creador de una risa de inmadurez en lo más lejano de la mesa, en donde se sentaban el resto de los ingenieros de corbatas flojas y mangas que habían recogido con la torpeza de la soltería que emanaban.