Problemas

141 0 1
                                    

La primavera había llegado a la baronía de Cant. La hierba nueva se merecía más allá de los apriscos, y los rebaños, ansiosos por liberarse de su abrigo invernal, se apiñaban alrededor de los esquiladores. El murmullo de los arroyos hablaba de la nieve derretida mientras las altas nubes pastoreaban el cielo.

Sólo un águila perturbaba la tranquilidad primaveral del prado, del arroyo y del cielo. Flotaba en el aire tibio en busca de una presa y, cuando sus alas se interponían entre el sol proyectaban una sombra amenazadora.

Lucy Wickwright vio el águila, pero esa mañana tenía otros problemas a lis que enfrentarse. Se subió las gafas y miró hacia abajo desde su alta posición en una de las torres del castillo de Cant.

-A los adultos no les va a gustar esto-dijo suspirando.

-Wickwright-dijo Pauline-,¿quieres volver al mundo real y hacer algo útil?

Lucy se volvió. La adorada y honorable Pauline Esmeralda Simone-Thierry von Cant estaba inclinada sobre la catapulta, con un mechón de cabello suelto sobre el rostro. Ella y Lucy habían desplazado el arma para que apuntara al patio, y ahora Pauline se afanaba con el cabrestante, esforzándose por bajar lentamente el brazo de la catapulta

-Señora-dijo Lucy, retirándose del parapeto-, con todos mis respetos, no creo que sea una buena idea.

Lucy era la criada de Pauline y tenía que dirigirse a ésta como << señora>>, aún cuando era un año mayor y caso un dedo más alta que la hija del barón. Salvo en su media jornada libre de los sábados por la tarde, Lucy dedicaba casi todo su tiempo a atender a Pauline. Vestía a su señora por la mañana, servía la comida y ordenaba sus aposentos por la noche. También debía (en palabras de la Constitución para el Benéfico Empleo de Hombres de Armas, Artesanos, Granjeros y Personal Doméstico) << satisfacer todos los caprichos y peticiones del noble, exceptuando aquellos que puedan dar lugar a tradiciones, graves ofensas, etcétera.>>

Pauline, por desgracia, era terriblemente propensa a los caprichos

-¡El gatillo!-exclamó-¡Deprisa! ¡Se me van a romper los brazos!

Lucy se arrodilló junto a la chirriante máquina de guerra e introdujo el pasador de hierro del gatillo en la anilla de la catapulta. Pauline soltó el cabrestante, y el pesado madero golpeó el gatillo con un tremendo chasquido. Lucy se apartó de la máquina, que crujía y gemía como un anciano que intentara levantarse de su sillón. Pauline se limpió las manos en el impoluto delantal.

-Bueno-comentó con una sonrisa satisfecha-, ¿que te parece?

Lucy miró con cierto nerviosismo hacia el parapeto.

-¿Y si esperáramos un poco?-sugirió.

-Pero entonces nadie lo vería-objetó Pauline-. Ven, ayúdame a cargarla.

La munición desprendía vapor en un cesto de mimbre situado a los pies de las chicas. Habían entrado a hurtadillas al lavadero y habían recogido el húmedo montón de ropa interior mientras el señor Fuller y sus ayudantes tomaban el té de la mañana. Había bombachos largos y fruncidos, calzones bordados con el emblema de la baronía, camisetas y complicados corsés con correas. Habían descansado tres veces al subir el cesto por las sinuosas escaleras de la torre.

-¡Verás qué travesura, Wickwright!-Pauline, agarrando una de las asas del cesto-¡soy una diablilla! ¡Esto pasará a la historia! A la de tres, entonces, ¡una!...

Lucy se inclinó sobre el cesto

-Por favor, haced fuerza con las rodillas, señora-aconsejó.

_¡dos!...

El Secreto del Castillo de CantDonde viven las historias. Descúbrelo ahora