Capítulo 3-3

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Sábado 7 de marzo de 2020. 7:30 a.m.

Santiago era un soñador en el sentido más literal de la palabra, amaba dormir y al cerrar los ojos los engranajes de su imaginación comenzaban a rodar. Su última aventura no había sido menos exótica: secuestrado por su amiga de la infancia que le declaraba su amor.

Pero al despertar sus palmas tocaron un cobertor desconocido.

«Entonces sí fue real» reconoció, derrotado.

Se restregó los ojos y bostezó.

La cama en la que estaba recostado estaba en una pequeña recámara (contigua al dormitorio de Katia) de paredes blancas con una ventana que daba al patio. El escaso mobiliario consistía en la cama, un buró y un sofá.

Su principal preocupación era el costo que tendría su aventura, tan sólo el día anterior había dicho grandes mentiras a sus padres sin importarle si estos se quedaban preocupados.

«Igual, todavía estoy a tiempo de echarme para atrás» pensó.

Escuchó pasos acercándose a la puerta de la habitación y después dos suaves golpes sobre la puerta.

—Santi, ¿ya despertaste? ¿Puedo entrar?

—Pásale —musitó.

Katia, vestida con una pijama con dibujos de gatitos, entró con una charola con dos platos de chilaquiles verdes con pollo, dos bolillos y dos vasos de leches.

—Traje el desayuno para los dos, ¿qué tal dormiste?

No llevaba maquillaje y su cabello, aún húmedo, indicaba que se acababa de duchar.

—¿Tú los preparaste?

—¡Sí! —asintió al colocar la charola sobre la mesa de noche—. ¿Verdad que huelen muy rico?

Katia se sentó a su lado en el colchón presionándolo con pasividad para que comiera. El plato era apetitoso, no obstante, no era correcto ceder tan rápido.

Picó con el tenedor los chilaquiles y los acercó a su boca.

—No les puse nada. Adelante, ¡come!

Las tortillas estaban un poco duras y la salsa un tanto desabrida.

—Son deliciosos —mintió.

—Me alegra que te gusten. Te esperaré para retirarte tu plato, tómate tu tiempo, disfruta la comida.

—No es por ofender, pero tú madre no gana nada en su trabajo, ¿de dónde estás sacando dinero para esto?

—Créeme, tengo menos del que imaginas. El semestre pasado trabajé dos meses en una pizzería, ahorré mi salario; además de un dinero que le robé hace un año a ese tarado que dice ser mi padre.

—Por cierto, ¿dormiste aquí?

—Sí, ¿por qué?

—Porque me resulta raro que tu mamá te dejara dormir fuera de casa —contestó, recordando el sobreprotector carácter de la madre de Katia, que incluso en su último año de bachillerato la acompañaba hasta la puerta del colegio y no le permitía jamás ir a fiestas.

—Esta es como mi segunda casa, desde hace años adapté el cuarto que era de mi tía para mí. Me costó muchísimo pero convencí a mi mamá y a mi abue para que me dejaran quedarme.

—Ya, por cierto, ¿cómo están mis papás y mi hermano?

—Enojadísimos —musitó —. Mejor dicho, confundidos, no saben qué creer. Te juro que no es mi intención preocuparlos —se excusó.

Pétalos y cadenasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora