IV

54 3 0
                                    


Hay una hora de la noche en que las sombras están por decir o hacer algo; por lo general nunca ocurre nada... o tal vez ocurre eternamente, pero nos resulta imposible de entender... o quizás lo entendemos pero resulta ser intraducible como la música.

Caminé a la entrada, colocando el manuscrito a la derecha de la máquina de escribir. Abrí la puerta y allí estaba un hombrecillo bajo, cubierto por un enorme abrigo de piel y un sombrero, el frío afuera estaba por demás bien tenso, se escuchaban los ecos de unos truenos incipientes, así como gotas que se anunciaban como un aplauso en las gradas de un teatro, mientras las tinieblas hacían un número macabro mostrando mi cabaña como un ínfimo suspiro solitario en el universo, me compadecí inmediatamente por el hombre al que le caería semejante inclemencia en caso de quedarse afuera y le invité a pasar inmediatamente, noté que temblaba un poco así que lo acerqué a la chimenea, él tomaba asiento mientras yo hacía lo propio echando leña, atizando el fuego y sirviendo sendas tazas de café.

Sostuvimos un silencio reverencial durante varios minutos, él observaba el fuego con respeto ancestral y zahorí, con esos ojos negros como el destino y abismales como el universo; sentí como si descifrara entre las flamas una ristra de historias secretas de lóbregos tormentos que nunca han sido ni serán contadas; miraba la lumbre como quien mira los misterios ígneos de la naturaleza y del cosmos y poco le asombran, vislumbrando sin sorpresa infinitas realidades, pero igualmente satisfecho, porque un viaje es un viaje; las llamaradas danzaban con fulgor ante él, que las escrutaba sin tan siquiera pestañear, apenas y se inmutaba para apurar un poco de café.

Yo, en cambio, lo miraba fijamente a él con perplejo respeto, sin poder dar crédito a lo que mis ojos atestiguaban, pero era mucho más que un ser visiblemente vasto y abisal, rezumaba algo más que sólo vida; su estampa era anacrónica y escribía en su semblante mil rosarios de coloquios con seres y personajes que la vida y el tiempo ya les habrá arrebatado el último suspiro, la esperanza o la cordura; pero lo que más me afectaba es que, a pesar de que nunca había visto a aquel hombre, sentía que lo conocía... y más que eso... me resultaba cercano, próximo, no me era ajeno ni yo le era ajeno a él. Mi café se enfrió y no llegué a probar gota.

Finalmente, luego de un rato, volvió su mirada hacia mí. Me sentí trastornar, tenía miedo, pero aún en medio del horror encontré sosiego en la familiaridad que me transmitía, sabía que podía confiar en él, pero nunca nada en una vida entera me habría podido preparar para la revelación que estaba a punto de suscitarse, miró en torno, dejó la vista puesta por un instante en el manuscrito que reposaba sobre la mesa a la derecha de la máquina de escribir, y finalmente me dijo:

—Agradezco profundamente tu hospitalidad, y agradezco especialmente el silencio que me has permitido ante el fuego —su voz era gruesa, profunda, pero muy cálida, podía llenar el recinto con tan solo un susurro—, no todo el mundo se toma muy bien que haga eso.

—Por favor, no se preocupe, no tiene idea de cuánto agradezco su compañía.

—¿Es usted Jorge Luis Borges? —me preguntó sin mayor reparo, mirándome a los ojos.

—Sí, el mismo —respondí, a pesar de ser alguien reconocido mi arte en todo lo largo y ancho de la Argentina, algo me decía que él sabía de mí por algo mucho más profundo y complejo. Y haciendo un pequeño ademán para que se presentase—, ¿y usted es...?

—Oh, maestro, disculpe, dónde están mis modales —extendió su mano y yo se la estreché—, yo soy Sócrates Samer, un placer.

Quedé desconcertado, boquiabierto mirando al hombrecillo, sentí cómo se me iban los vientos y pidiendo disculpas recosté mi cabeza del respaldo del sillón, respiré profundamente, con los ojos cerrados, apuré mi café pronto, quise creer que aquello era una jugarreta de mi mente y que estaba dormido, pero al abrir los ojos el sujeto seguía sentado allí, frente a mí, mirando al fuego.

El pacto de Sócrates SamerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora