VI

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Medité por uno y varios momentos los dos tratos. Pregunté por diversos detalles para asegurarme de que no hubiera algún punto ciego que se nos estuviera escapando. Ahora bien, visto desde el prisma del tiempo y los resultados que ya la historia se ha tomado la libertad de mostrar sin mayor reparo, no es ninguna novedad decir que me decanté, obviamente, por el segundo trato, que de lejos era el mejor: en el que de mi memoria se nublan los recuerdos del suceso más fascinante que jamás he vivido... en el que me despido de la obra literaria más importante que jamás haya existido... en el que conocí, como nunca nadie conocerá, a un personaje nacido de su imaginación.

Sócrates Samer agradeció profundamente mi decisión y prometió que me compensaría de buen grado; filosofamos un poco al respecto, estudiando los pros y los contras de las nuevas condiciones a las que estaríamos sometidos por el resto de nuestras existencias. Comprendimos que, independientemente de lo que fuera, aquella decisión era la correcta, por el simple hecho de que significaba que, en efecto, le habíamos ganado en la negociación a Mefistófeles. Así que celebramos con vino, a la lumbre de la chimenea, hasta que me dormí. Sócrates Samer se marchó y, consigo, se llevó el invierno... y un libro... un hombre que llegó con las manos vacías a mi vera y se marchó de mi lar llevándose mi mayor tesoro... un huésped inusitado al que recibí y brindé hospedaje, sin saber que, en cierto modo, era mi personaje —cual hijo pródigo que regresa con los años—, que se fue como llegó, sin dejar rastros, huellas o evidencia alguna de su presencia en este mundo.

Desperté aquella mañana, con un sol desafiante que me retaba a atracar las letras, iluminando con sorna al escritorio que me invitaba retirar el velo de alguna historia oculta en el tiempo y ahora, tal vez, en la memoria... Todo estaba como el día en que comencé a escribir la historia ¿de verdad todo habría sido un sueño? Miré las resmas de papel enteras sobre el escritorio, completamente blancas. Traté de recordar, pero las imágenes me venían —como aún lo hacen— lejanas y con esa extraña neblina onírica que empaña los recuerdos. Pero una cosa sí era diferente en este cuadro, al lado derecho de la máquina de escribir reposaba un lote de libros completamente desconocidos para mí, sin nota ni recado, ¿Pierre Menard? No sabía quién era ese... La Enciclopedia Británica, que la conozco pero este tomo era diferente... Un Segundo Libro de Poética de Aristóteles se asomaba en la curiosísima colección...

No habían pasado muchos días desde que había comenzado mi encierro... pero ya había pasado el suficiente tiempo enclaustrado, en mi mente al parecer, y con eso eso había tenido suficiente... así que, posteriormente, no tuve reparo en atender mis asuntos, ahora con una manera distinta de ver el mundo. Escribí varias cosas en ese tiempo: Discusiones, Historia universal de la infamia, atendí algunas revistas, mi abuela y mi padre fallecieron, yo tuve un accidente donde estuve a punto de morir. Sin embargo me sentía como en pausa, algo desconectado de todo.

Pronto llegó el momento de resurgir. Hay una hora de la vida, en la mañana, en que el universo está por decir algo; nunca lo dice... o tal vez lo dice sin principio ni fin y no lo entendemos... o lo entendemos pero que, simplemente, es música.

El pacto de Sócrates SamerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora