Me costaba encontrar mi voz en esos días, tal fue mi desamparo que ni siquiera pude escribir algún poema que mereciera la pena reseñar y la mayoría de los que intenté escribir encontraron sosiego en la chimenea, con un crepitar cálido —porque los versos venían de lo más profundo— y silente —porque las brasas son discretas—. Pensé un poco en mi viaje a Europa, tratando de pensar en alguna anécdota que pudiera servir como germen de alguna narración, preferiblemente breve, como me gustan, entonces vinieron a mi memoria los inverosímiles rumores de unos escritores que encontraron musa invocando a un cierto señor de naturaleza siniestra, que les brindaba algún trato interesante para lograr sus objetivos. Claro, que aunque el objetivo era logrado, el autor terminaba pagando el favor concedido con algún tipo de condena funesta.
Pensé en varios de esos autores, varios habían tenido muertes escabrosas; algunos, no todos murieron bastante jóvenes, la lista era muy interesante, muchos admirados por mí, en Europa se comentó de Goethe, Franz Kafka, Emily Brontë, John Keats, Sir Arthur Conan Doyle, Gustavo Adolfo Bécquer, José de Espronceda, Nikolai Gogol, Alexandre Dumas; por Norteamérica se habló de Mark Twain, Edgar Allan Poe, O. Henry, Bram Stoker; por Sudamérica se comentó de Jorge Isaac y Amado Nervo. Todas con muertes muy variopintas, sostuve correspondencia con uno de mis conocidos del viejo continente, fanático de la malsana teoría y me mantuvo siempre actualizado de los nuevos obituarios, antes, durante y después de mi enclaustramiento.
Cada caso llamó mi atención, de alguna manera todos tenían vidas un tanto turbulentas, aunque eso no era cosa de extrañar, al fin y al cabo no conozco ningún ser que no deba afrontar asuntos ásperos y truculentos en su existencia, nadie se salva. Claro, el hecho de ser escritores les daba un aura un poco más tétrica, ya que se nos suele ver como personas solitarias, encerradas en sí mismas, viviendo nuestros mundos y con una cierta misantropía latente; no puedo restar verdad a los hechos, pero creo fervientemente que ese ostracismo no es más que una respuesta natural a nuestro fuero humano, sólo que nosotros actuamos en consecuencia de ello, lo justificamos con las letras y escribimos. En otras palabras, somos honestos con nosotros mismos, en general... o al menos así siempre lo he hecho.
Así mismo pienso que esa misantropía es inherente a todos los hombres, y también creo que no hay horror más arcano que el miedo a uno mismo, porque es inconsciente, porque está oculto, entonces podemos ver que no son tantos los que se atreven a escrutar entre los retorcidos laberintos del yo, pues sus paredes están cubiertas de espejos que suelen reflejar demonios y sombras -mucho más terribles que los del averno- que la mayoría de los hombres prefieren evadir, ya que todos suelen tener una idea muy buena de sí mismos y nadie quiere aceptar las penumbras que resguardan al ego, siempre frágil, siempre lastimero. Por supuesto estos hombres evitan las artes, porque estas son capaces de desnudar las insondables y hórridas volutas que empañan nuestro ser; es sabio el hombre que teme y evade a la poesía, porque por mucho que trate de jugar con las palabras y ocultar, entre líneas y capas y capas de símbolos, los más profundos secretos de su alma, no deja de estar exponerse y desnudarse ante el mundo, aunque este no sepa verlo.
Pensé en las maldiciones, no dejé de cavilar por horas en las leyendas e historias que se tejen en torno a los terribles pactos mefistofélicos, además de los supuestos casos previamente mencionados de escritores, hay también una ristra de músicos, pintores y personas de poder a los que se les ha llegado a relacionar con una caterva de personajes maldicientes: brujas, hechiceros, simpatizantes de lo esotérico, lo paranormal y lo demoníaco, etcétera. Por supuesto que en la literatura no han dejado de presentarse personajes que se han ofrecido su alma a cambio de algún don extravagante e inhumano, Teófilo, Cipriano el Mágico, Fausto, Melmoth, por mencionar algunos.
La lista pica y se extiende, por supuesto, el escándalo no resulta menos escabroso en ningún tipo de circunstancias. Y en el caso de chismes pos-mortem, la cosa no pasa a ser más que deleznables intentos de difamar a quien la vida ha brindado ya la divina oportunidad de descansar para siempre, sin dejar que la palabra necia e injuriosa pueda perturbar su santa paz... y si un alma queda compareciendo en este mundo, será por los asuntos que sólo ella pueda enumerar en el tormento de su penitencia, y eso es algo que a los que transitamos -momentáneamente- en el mundo de los vivos no debería importarnos.
Pero el tema siempre está allí... y una vez que la semilla germina se convierte en una insistente e insidiosa necesidad de sondear, tal vez por curiosidad, tal vez por necedad, en temas pérfidos. ¿Realmente existirán estos pactos?, ¿de verdad será posible lograr, a cambio de tu alma, lo que sea que desees lograr en la vida?, ¿qué aspecto puede tener el demonio negociador?, de pronto me resultó atractiva la idea de un personaje que quiere, tal vez, hacer un pacto con Mefistófeles, y logra invocarlo con éxito, el asunto es que mientras negocia con él los términos del acuerdo, expone una serie de argucias y artimañas para no perder nada y ganarlo todo; por supuesto, esto se convierte en una intrincadísima —pero no poco interesante— batalla de dialéctica y retórica, porque más sabe el Diablo por viejo, como reza el refrán, pero mi personaje no tiene dos días en el mundo, porque ha sabido burlar la muerte durante años, lustros, décadas, siglos... una suerte de alquimista ¿tal vez?, que se dedicó la vida entera a aprender, conocer y estudiar, preparándose para el encuentro, así que también la vejez, como móvil de la experiencia, le daría la sabiduría suficiente para poder arrostrar en debate de altura al mismísimo Mefistófeles y, en la medida de lo posible, ganar...
Ahí lo tenía, las musas arribaron a la cena con la mesa servida. Tocaría algo de investigación, pero siempre he pensado que estoy más orgulloso de lo que he leído que de lo que he escrito, así que para mí no es problema seguir y seguir leyendo, aún más para nutrir a tan genial personaje y tan intrépida historia. Durante meses estuve planificando la historia, tomando notas de mis lecturas, las ideas que se me iban ocurriendo, los argumentos que debían plantearse y llegar a un punto equilibrado entre profundidad filosófica y sencillez lírica. Era una empresa encomiable y harto compleja, pero siempre confié en mi experiencia y mis lecturas, tal vez yo no sea un viejo alquimista que haya vivido durante casi veinte siglos, pero me respaldaban obras de casi cualquier momento del tiempo y, sobre todo, la alquimia de las letras; tal vez yo no soy ningún demonio para comprender la naturaleza del verdadero mal universal, pero he conocido a los hombres... he conocido la guerra... y no sé si pueda existir ser real o mitológico más perverso que el ser humano. Sí, para emular a mi Mefistófeles tenía mi desilusión con el mundo y esa poca de misantropía que siempre utilizo en mis textos... y no eran poca cosa.
Desperté aquella mañana, con un sol desafiante que me retaba a atracar las letras, iluminando con sorna al escritorio que me invitaba retirar el velo de alguna historia oculta en el tiempo... comencé a escribir como obseso, investigaba, escribía, quemaba, reescribía, tachaba, investigaba más, tomaba notas, debatía conmigo, me alegraba, me obstinaba, pero el entusiasmo siempre fue ferviente y las cuartillas se acumulaban al lado derecho de la máquina de escribir con agrado. Gocé como más nunca he gozado un proceso creativo, mi amigo en Europa no dejó de actualizarme de los obituarios de escritores que llegué a disfrutar y admirar, él no dejaba de teorizar sobre posibles pactos de estos con algún extraño Daimon —como él le llamaba—, así me enteré de los lamentables decesos de Fernando Pessoa en el 35, Miguel de Unamuno en el 36, Robert E. Howard ese mismo año, en el 37 correspondieron García Lorca en España, H. P. Lovecraft en Providence y Horacio Quiroga en Buenos Aires —aunque de este último le di recado yo a mi amigo—.
No puedo decir, a ciencia cierta, si estos autores habrán vendido su alma o no a algún Daimon, pero me inspiraron a lograr algo con mi nuevo juguete, no sólo vencería a Mefistófeles en su propio juego... también purgaría, de una vez por todas, las almas de aquellos maravillosos paladines de las letras, que con su gracia y su arte llegaron a brindarme momentos de divino disfrute en majestuosos banquetes de la imaginación y me prometí, este sería mi homenaje a ellos, mi muestra más sincera y contundente de gratitud.
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El pacto de Sócrates Samer
Historická literaturaJorge Luis Borges, uno de los escritores más grandes de la historia, en la década de los 30 se recluye en una cabaña a las afueras de Buenos Aires para escribir la que sería su primera novela. Pero una visita totalmente inesperada le da un completo...