Capítulo III - El perro y el sombrero

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Las primeras luces del amanecer centelleaban sobre los mástiles, el cordaje y las velas de una flota de buques que yacía bajo Sheerness. Las tripulaciones se desperezaban de su reposo nocturno y se personaban en las cubiertas de las embarcaciones, donde la guardia de noche acababa de ser relevada.

Un buque de guerra, que había escoltado la flota mercante a través del canal, disparó una salva tan pronto como el sol primerizo de la mañana se abatió por encima de sus puntiagudos mástiles. Luego, procedente de una batería situada en el vecindario, llegó otro reporte atronador que fue respondido por otro más lejano, y luego otro, hasta que la cadena de baterías que resguardaba la costa, pues eran tiempos de guerra, había proclamado el nacimiento de un nuevo día.

El efecto de aquella sucesión de disparos, en el silencio de la madrugada, era impresionante; a medida que se desvanecieron en el infinito como la distante resonancia de un trueno, alguien dio una orden a bordo del buque de guerra, y el cordaje y los mástiles parecieron cobrar vida con una marabunta humana que trepaba por ellos en varias direcciones. Entonces, como por arte de magia, o como si el barco fuera también un ser viviente y poseyera alas, las cuales, a instancias de un mero deseo suyo, pudiera extenderlas a lo largo y a lo ancho, ondeó tales lienzos y fue una visión maravillosa; y conforme captaban la luz de la mañana, y el barco se movía al son de la suave brisa que soplaba al borde de la orilla, pareció, en verdad, «que por las aguas animoso marchaba*».

La marinería de los barcos mercantes se detuvo sobre las cubiertas de sus respectivas naves, observando el buque de guerra que partía a punto de embarcarse en una nueva misión similar a la que había llevado a cabo, velando por el comercio del país.

Al superar a un galeón que había sido, de hecho, rescatado de garras enemigas, la tripulación, liberada de su cautiverio en una prisión extranjera, le dedicó una vigorosa ovación.

Bastó una reacción como esta, para que los demás barcos mercantes que vieron pasar por su lado al buque de guerra se contagiaran de su euforia haciéndola suya, y los miembros del gigantesco navío no se demoraron en su réplica, lanzando al aire tres vítores ensordecedores ―esos que a menudo sembraban el terror en los corazones de los enemigos de Inglaterra―, cuyo eco se multiplicó por la costa.

Era un espectáculo ufano y encantador para la vista ―una visión que nadie más que un inglés sabría apreciar― divisar aquel buque navegando orgulloso por las aguas baldías. Decimos que nadie salvo un británico podría disfrutarlo porque ninguna otra nación ha intentado adueñarse de los siete mares sin sufrir una rotunda derrota, laureándonos, ahora y por siempre, señores de los océanos.

Dichos eventos fueron, en gran medida, suficientes para espabilar a la dotación del resto de bajeles, y sobre el coronamiento de una en especial, un mercante de grandes dimensiones que había estado comerciando en el Océano Índico, se inclinaban dos hombres. Uno de ellos era el capitán del barco y el otro un pasajero que tenía previsto partir esa misma mañana. Ellos estaban enzarzados en una seria conversación, y el capitán, usando su mano a modo de visera y oteando a lo largo de la superficie del río, dijo, respondiendo a una observación de su compañero:

 ―Ordenaré el buque cuando el Teniente Thornhill suba a bordo; teniente lo llamo, aunque carezco del derecho de nombrarlo así, pues ostentó tamaño rango estando al servicio del Rey, mas siendo joven fue degradado por batirse en duelo con su superior.

―El servicio ha perdido a un buen oficial ―dijo el otro.

―Sin duda. Jamás hubo un hombre más valeroso que pisara nuestras filas, ni un oficial más brillante; pero comprenderá que existen ciertas reglas en el ejército y ejecutan los sacrificios que sean necesarios con tal de preservarlas. No entiendo qué lo retiene; se fue anoche y dijo que se acercaría a las escaleras del Templo porque quería visitar a alguien en la ribera, y después se pasaría por la ciudad para gestionar unos asuntos por su cuenta, y ello lo dejaría más próximo a los muelles, verá usted; y por el río discurren infinidad de cosas.

Sweeney Todd o El Collar de Perlas (Avance)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora