Capítulo V - La reunión en el Templo

42 4 2
                                    

¡Ay! Pobre Johanna Oakley; tu día pasó y no trajo consigo ninguna noticia de tu amado. ¡Y, oh, qué jornada más extenuante ha sido, plagada de terroríficas dudas y angustias! Torturada por incertidumbres, esperanzas y miedos, ese día fue uno de los más miserables que la pobre Johanna había tenido jamás. Ni siquiera dos años antes, cuando se separó de su amado, había sentido tal exquisita punzada de angustia como la que ahora inundaba su corazón al contemplar la luz del día desapareciendo en la lejanía y el ocaso reptando con celeridad, sin una mísera noticia o señal de vida de Mark Ingestrie. Ella no advirtió, hasta que no la abrumó toda la agonía de su decepción, lo mucho que contaba con recibir noticias suyas en esa ocasión; y mientras el atardecer se transfiguraba en noche, y la esperanza se volvía tan débil que ella ya no pudo continuar valiéndose de su apoyo, se vio obligada a encerrarse en su habitación, y fingiendo indisposición para evitar las preguntas de su madre ―pues la Sra. Oakley estaba en casa, incomodando tanto a los demás como a ella misma―, se arrojó sobre su humilde diván y se entregó a una pasión perfecta de lágrimas.

―¡Oh, Mark, Mark! ―sollozó―, ¿por qué me abandonas así, cuando con tanta abundancia he dependido de tu amor verdadero? Oh, ¿por qué no me has enviado alguna prueba de tu existencia, de que continúas queriéndome? La más simple, la más mera palabra hubiera sido suficiente, y habría sido feliz.

Lloró entonces unas lágrimas amargas que solo un corazón como el suyo podía conocer, aquel que siente la profunda desazón y la angustia del abandono, cuando los cimientos rocosos que supuestamente aguantan sus más anheladas esperanzas se reducen a sí mismos convirtiéndose en simples arenas movedizas, engullendo toda la bondad que el mundo puede suministrar a los justos y a los agraciados.

Oh, es descorazonador pensar que alguien como ella, Johanna Oakley, un ser tan lleno de esa miríada de emociones gentiles y sagradas que deberían constituir la verdadera felicidad, pudiera así sentir que la vida para ella había perdido sus mayores encantos y que nada, salvo la desesperación, prevalecía.

―Aguardaré hasta la medianoche ―dijo―, e incluso entonces supondrá un escarnio buscar reposo, y mañana debo esforzarme para obtener alguna pista sobre su paradero.

Entonces, comenzó a cuestionarse en qué radicarían sus esfuerzos, y cómo una chica joven e inexperta como ella podía aspirar a tener éxito en sus investigaciones. Y por fin llegó la medianoche, anunciándole que la palabra día en su máxima expresión se había ido finalmente, abandonándola a su desesperación.

Permaneció la noche entera sollozando, y solo a veces cayó en un sueño inquieto, el cual la obsequió con visiones dolorosas, todas, sin embargo, compartiendo una misma tendencia, y apuntando hacia el presunto hecho de que Mark Ingestrie era historia.

Pero ambos quedarían atrás, desde la noche más agotadora hasta la más extenuante pesadilla y, al fin, el alba suave y hermosa se escabulló por los aposentos de Johanna Oakley, espantando algunas de las quimeras más horribles de la noche, pero surtiendo escaso efecto en el sometimiento de la tristeza que se había apoderado de ella.

Pensó que sería mejor hacer acto de presencia abajo antes que aventurarse a las observaciones y las conjeturas que se darían lugar en caso de no hacerlo, por lo que, tan incapacitada como se encontraba para desenvolverse en la más mundana de las actividades, se arrastró hasta el comedor, convertida en una sombra de sí misma en vez del ser brillante y esplendoroso que le habíamos descrito al lector. Su padre comprendió qué era lo que le robaba el rubor a sus mejillas, y pese a que la contempló angustiado, aun así se reconfortó considerando que había razones de peso para aspirar a un futuro esperanzador.

Se había convertido en parte de su filosofía ―en general, una parte de la filosofía que atañe a los ancianos― estimar que esas sensaciones que afloran en la mente derivadas de los desengaños amorosos, son de una naturaleza de lo más evanescente; y que, aunque durante un tiempo esas emociones se manifiestan con violencia, estas, como el duelo por los difuntos, pronto pasan, dejando apenas un rastro de su existencia pasada.

Sweeney Todd o El Collar de Perlas (Avance)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora