7

117 26 14
                                    

Sorrento abrió los ojos de golpe y su cuerpo se sobresaltó por reflejo. Despertó en una habitación desconocida y el olor a limpio fue lo primero que percibió. La luz tenue y la suavidad del sofá, bajo su cuerpo fue lo siguiente.

—Esta ciudad nunca va a dejar de sorprenderme

Sentado en un sillón frente a él se encontraba el fotógrafo. En definitiva, estaba soñando.

—¿Qué demonios le pasa a esta gente? Te traje cargado sobre mi hombro por tres cuadras y a nadie le importó.

El sonido de esa voz hizo que su corazón se agitara. Abel miraba al vacío y parecía hundido en sus propias cavilaciones. Además, traía gafas puestas y ahora que lo veía bien, uno de sus ojos tenía un color más oscuro que su par. Debió Debía ser más cuidadoso, porque el fotógrafo lo pescó observándolo. Sorrento bajó la mirada, avergonzado y Abel dejó sobre la mesita de café el libro que tenía entre las manos.

—Voy a tener que cobrarte la estadía. Cada vez que vienes, es a dormir. —

Fue una broma y quizá debió reír al terminar, porque el pobre chico palideció tres tonos.

Suspiró hondo y sorrento, así se llamaba, se hundió bajo la frazada que le puso puso encima para calentarlo. Cuando lo tuvo en sus brazos lo sintió muy frío y al levantarlo se dio con la sorpresa de que era demasiado liviano. No lo recordaba tan ligero. Claro que apenas quería acordarse de la seudo experiencia que había tenido, con un puto de la calle.

Rodó los ojos y se levantó del asiento, rumbo a la mini cocina situada detrás de sorrento. No la usaba más que para preparar café, de vez en cuando. Usualmente comía en la calle, pero en esa oportunidad tuvo que ordenar algo para alimentar al montón de huesos, que lo seguía con los ojos de animal asustado.

—Tienes que comer .—

le anunció tomando una cuchara del cajón.

Sopa en un envase de plástico, que al destaparlo, dejó escapar el aroma a jengibre y fideos de arroz. No se le había ocurrido nada mejor que ordenar comida china.

Apenas se le acercó vio que el chico bajaba la mirada. Su actitud le pareció tan patética que volvió a rodar los ojos. El mocoso no se atrevía a mirarlo de frente, así que se tuvo que agachar para ponerle el envase en las manos.

Sorrento no se lo recibió. «¿Qué ahora quería que le diera de comer en la boquita?», Rezongó  Abel para sí mismo.

—No has dicho una palabra desde que despertaste. ¿Te olvidaste de cómo hablar o qué te pasa?

No hubo respuesta y era de esperarse. El chico bajó la cabeza y se encorvó aún más de lo que estaba. Abel resopló fastidiado. Estaba acostumbrado a intimidar a la gente con la peculiaridad de sus ojos, pero no dejaba de incomodarle que el mocoso actuara como si esperara un ataque.

—Come o se va a enfriar.

Sorrento se contrajo aún más y. Parecía que temía por su vida. ¿Acaso pensaba que lo iba a envenenar? Abel bufó, aún más incómodo y consiguió que reaccionara. Al verlo beber el caldo, supo que algo andaba mal. Supo que algo andaba mal, cuando vio que el mocoso parecía resignado al suplicio, mientras se llevaba otra cucharada a los labios.

—¿Qué tienes en la boca? —

tuvo que preguntarle, francamente perturbado.

Pudo ver que sorrento se tensaba completo y tragaba saliva visiblemente avergonzado. Acto seguido, lo vio levantar el rostro y ligeramente fue una sorpresa descubrirle un arete en medio de la lengua y una expresión de dolor en los ojos. Abel se repuso y trató de suavizar sus siguientes palabras, porque el mocoso se veía espantado ante su reacción.

La noche que cambio todo☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora