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Despertó con el familiar olor del café de la expendedora. Susan le sonreía a través del vapor de la bebida y levantó un paquete de Oreos con emoción. Kylie se estiró y sintió su espalda contracturada por la mala posición en la que había dormido. Miró su reloj de muñeca: las siete.

—Sé que tienes que ir a trabajar pronto, así que te traje tu desayuno favorito —se sentó a su lado, sobre la cama donde yacía su madre. Era algo que las enfermeras solían hacer.

—No tenías porqué hacerlo —bostezó —. Pero gracias.

—Por supuesto que tenía que hacerlo —le entregó le café mientras intentaba abrir el paquete —. Sabes que eres como mi hija —A Kylie siempre se le estrujaba el corazón a oír eso. Susan había perdido a su hija y a su esposo en un accidente de coche cuando apenas tenía seis años. A veces se preguntaba cómo hacía para sonreír tanto con esa carga en su pecho.

—Y tú eres la madre que aún está sana —murmuró, pero supo que la había oído por la expresión amarga en su rostro —. Lo siento —tomó una Oreo y se la comió de un bocado.

—Se recuperará, ya lo verás —le acarició el brazo y Kylie sólo respondió con una gesto que intentó ser un asentimiento.

—¿Sabes algo de mi padre? —tragó la galleta con un sorbo de café.

—Vino unas horas antes que tú —se limitó a decir Susan. Kylie asintió con resignación y la mujer le agradeció que no hiciera más preguntas.

—Bien, supongo que tengo que darme una ducha antes de ir al trabajo, así que gracias —se puso de pie y Susan la imitó con los brazos abiertos, listos para envolverla en un abrazo —. Por todo —añadió.

—Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea —le murmuró al oído, y Kylie asintió con la angustia en la garganta, pidiendo permiso para salir. Tragó con fuerza y salió de la habitación, antes de que una lágrima se escapara y cayera por su rostro.

—x—

Cuando salió de la ducha corrió hasta su cuarto y se encerró allí con llave. Se había puesto su pijama de unicornio, ese rosado de polar que le iba gigante y que tenía un cuerno de colores en la frente cuando se subía la capucha. Se hundió bajo sus sábanas, bloqueando la luz de día que entraba por la ventana y abrió Instagram con el corazón acelerado.

Dos sensaciones la invadieron a la vez y le quitaron el aliento: la primera fue el alivio de ver que todos habían grabado el show de Ashley en la piscina; la segunda fue el pánico de saber si alguien la había filmado a ella en aquella habitación, donde había muchos hombres y ninguno era Matt.

Matt.

Lo llamó y se sorprendió de que atendiera al primer timbre.

Buenos días amor —le dijo, con la voz ronca y en un bostezo.

—¿Qué mierda pasó anoche? —la angustia envolvió sus palabras. La respuesta demoró en llegar, y algo se rompió en su interior al oír su risa cómplice.

Oh, anoche... Hubo una gran fiesta ¿recuerdas?

—Matt —comenzó, con la voz entrecortada —, desperté rodeada de personas que no eran tú. ¿Dónde estabas?

Se hizo una pausa y Hanna sintió la desesperación aumentando en su interior.

¿Realmente no lo recuerdas? Wow —dijo. Ella aguardó a que dijera algo más, pero en lugar de eso sintió su teléfono vibrar incontables veces. Antes de que pudiera decir nada, la llamada terminó.

Vio la casi docena de archivos que le había enviado y los abrió con el cuerpo tenso, lleno de miedo. Eran videos, todos con miniaturas borrosas y extrañas. Se armó de valor y abrió el primero.

Secretos de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora