Capítulo 1: Un colgante y un secreto

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En la Tierra Media existían todo tipo de criaturas, tantas que la imaginación no alcanza a verlas todas y los límites se pierden entre las montañas, llanuras, lagos y bosques.
Habitada por elfos, enanos, hobbits, orcos y otras criaturas oscuras e incluso humanos.
Pero la Tierra Media no es un lugar que perdure tan solo en la imaginación, no, es un lugar mágico y lleno de vida, pero sobre todo, es un lugar tan real como la vida misma, en el que la paz y la guerra conviven desde hace tiempos remotos y miles de peligros se esconden entre los frondosos árboles y los profundos lagos.

Pero no es aquí donde nos dirigimos, al menos no por el momento, pero todo llegará.
En un mundo completamente alejado de los que moran en la vívida fantasía de esas mágicas tierras es donde centraremos nuestra atención la primera vez, en las calles mojadas de una ciudad del siglo XXI.

La joven caminaba a paso lento por las solitarias calles. La lluvia era fuerte e intensa y apenas permitía ver a unos cuantos centímetros al frente, pero a ella no le importaba. En verdad disfrutaba de la lluvia y de cómo las gotas, cayendo furiosamente, se le clavaban en la piel, aunque había una razón mucho más convincente para que Deween no tuviera ninguna prisa en regresar a casa...si es que a eso se le podía dar el nombre de casa.

No quería volver allí, al orfanato, a aquel edificio desconchado el cual se le antojaba tenebroso y lúgubre. No quería volver a ese edificio al que se había visto obligada a llamar hogar desde que su memoria le permitía recordar.
Llegó allí con tan solo seis años, sola y sin saber nada acerca de quién era o que debía ser. Tenía un vago recuerdo de sus padres, de la melena rubia ceniza y los ojos avellana de su madre y del pelo castaño y ojos miel de su padre. Pero sus recuerdos se reducían a tan solo expresiones faciales y lejanas palabras que, de forma extraña, no había olvidado.

Perdida en sus pensamientos, la chica llegó al odiado recinto y subió las pocas escaleras que daban a la puerta de entrada. La empujó lentamente y se adentró. Colgó el chubasquero en el perchero de la entrada y subió otro tramo de escaleras, mucho más largo que el anterior, hacia su habitación. Tras pasar, cerró la puerta con pestillo y se tumbó en la cama.

A pesar de todo el tiempo que llevaba allí, nunca había sido adoptada y quizá, tan solo quizá, ese fuera el motivo por el que odiaba tanto ese lugar. El lugar que le recordaba que nunca había sido querida por nadie.
Al ser la más mayor de todos los niños y niñas que había en el orfanato, las encargadas le habían asignado un pequeño cuarto para ella sola y no una habitación en común con el resto.

Deween contaba ya con 17 años de edad, tenía una piel pálida que apenas se ponía morena con el sol, una cabellera castaña ondulada, del mismo tono que su padre y que le llegaba hasta la media espalda. Sus ojos eran redondos y de un tono verde oscuro que se hacía notar especialmente con la luz. No tenía mucha idea de dónde había sacado ese tono de ojos, pues no sabía de más familiares y apenas recordaba a sus padres. No era excesivamente delgada pero su cuerpo no estaba desentrenado. Quizá su busto fuera algo más grande de lo normal y contrastara con su cara redonda pero dulce, en la cual llevaba unas finas gafas que la hacían ver algo más intelectual. Sabía que no era la chica perfecta pero no por eso dejaba de gustarse así misma. Tan solo dudaba de sus cualidades cuando comenzaba a darle vueltas al por qué nunca fue adoptada.

Tras diez minutos sobre la cama decidió levantarse, no sin sentir la pereza y tomar uno de los pocos libros que guardaba en el estante.
Desde que podía recordar, siempre había sentido atracción por las fábulas y novelas que escondían magia, aventura y seres de otros mundos. Los que más le atraían eran los elfos, le gustaba imaginar cómo serian sus voces, siempre descritas con cánticos dulces y también su destreza con el arco. Con estos pensamientos en mente se enfrascó en el libro que tenía en sus manos, el cual relataba las historias de pequeñas personas que viajaban por tierras antiguas en busca de la aventura más grande de sus vidas.
Tan enfrascada estaba en la lectura que se olvidó de la cena y cuando por fin levantó la vista de las desgastadas hojas del libro, ya hacía tiempo que se había pasado la media noche.

Dejó el libro en la mesita de noche y se acurrucó debajo de las sábanas. Tomó suavemente entre sus dedos el colgante que siempre llevaba al cuello y que, según recordaba, era un regalo de su madre nada más nacer. Nunca se había desecho de él y, cada vez que lo miraba, sentía una extraña añoranza por algo desconocido pero en el fondo, atrayente, como si la llamara desde lejos.

Siempre se dormía contemplándolo y preguntándose si sería un simple regalo o escondería algo más

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Siempre se dormía contemplándolo y preguntándose si sería un simple regalo o escondería algo más.
Se había percatado de que tenía un brillo inusual bajo la lluvia y, si lo mirabas muy detenidamente, se podían observar pequeños cristales semejantes a gotas de agua que flotaban en su interior.

Deween finalmente cerró los ojos con el collar entre sus dedos. Soñó que viajaba a tierras lejanas, las mismas que protagonizaban las historias de sus libros y que fuera donde fuera, una sombra la seguía.
Pero lo que ella no podía saber es que esa sombra no era un sueño, ni tampoco una sombra si vamos a referirlo bien. Ese alguien había estado velando por ella desde su concepción y por fin había llegado el momento de que le mostrara quién era en realidad.

Esa noche, la joven durmió sin saber que el curso de su vida estaba a punto de dar un giro completo y cambiar para siempre.

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