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Lo primero que vió Ámbar al abrir la puerta de la Tardis, fue un jardín sin igual. Habían rosas de cristal, hielo y zafiros;helechos dulces y frondosos, con espinas tan finas como un cabello;rocas eriosionadas por viento y lluvia, de formas caprichosas.
Grandes macizos ds setas gigantescas, irradiaban una suave luz y lanzaban sus esporas al aire, que eran recogidas por los monjes cuidadores, dando grandes saltos con ayuda de unas camas elásticas, armados con una especie de cazamariposas, hechos con telas de arañas.
Los caminos de grava y arena, bien trazados, zigzagueaban entre los setos, bordeando fuentes y estatuas.
-¿Qué pasa? - preguntó Ámbar.
-No me gustan las estatuas - contestó el Doctor, frunciendo el ceño disgustado.
-No van a moverse - intentó tranquilizarlo la chica.
El Doctor enarcó una ceja, pero no dijo nada.
Había bancos blancos, de piedra, para sentarse a intervalos regulares;carteles de "no pisar el césped" y "sanción máxima".
Atravesaron una zona exclusiva para hacer picnics, con los manteles ya dispuestos.
Casi todos estaban vacíos, los pocos visitantes que habían, los miraban recelosos, casi con miedo.
Cuando se cruzaron con uno de los monjes, el Doctor lo abordó.
-Disculpa, ¿atención al cliente?, ¿no?, ¿tienda de regalos?, ¿la Casa Principal?
El monje, una criatura achaparrada, patizamba, con un ojo de cada color, lo miraba sin entender demasiado bien lo que decía, cosa que era muy habitual en él. Y siguió su camino, como si los amigos no estuvieran allí.
-Pssst - susurró una voz, surgiendo de entre unos arbustos multicolores.
El Doctor asomó la cabeza, y de repente, se vió succionado al otro lado.
-¡Doctor! - exclamó Ámbar sorprendida.

Muerte VerdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora