Abrí los ojos de repente, aunque notando una sensación pesada sobre ellos. Me encontraba tumbado sobre una cama, elevada desde la cadera a la cabeza, una movilidad que no poseía la cama de mi casa. Aún sin moverme, notaba una fuerte presión en la cabeza y pude haber jurado que sonaba un débil zumbido estuviera donde estuviese. Todo el cuerpo lo notaba pesado, inmovible, como si pesase plomo y cuando me pusiera en pie me fuera a volver a caer. Podía notar días aferrados a mi piel, intentando introducirse hasta lo más profundo de mi ser. No era una sensación distinta a la que tuve tras el accidente de avión, cuando me descongelaron, que sentía los anteriores setenta años abrazándome, sin dejarme respirar. Entonces supe lo que eso significaba.
La única vestimenta que me cubría era una fina bata que acaba justo bajo mis rodillas, dejando mis piernas desnudas, aunque protegidas por una gran cantidad de mantas. Notaba un suave olor a alcohol flotando en el aire, lo que me dificultaba pensar, al menos, esperaba que esa fuera la razón.
Fruncí el ceño, tratando de recordar, de saber la causa que me había llevado al hospital, pero no veía nada, era como si mi mente estuviese… Vacía. Empecé a respirar con dificultad, empezando a perder la cordura, al mismo tiempo que notaba como mis manos comenzaban a humedecerse por el sudor.
«Cálmate, Steve», decía una suave voz en mi cabeza, entonces decidí escuchar y empecé a poder tomar aire regularmente. «Eso es, Steve». Entonces recordé que me había pasado lo mismo tras el accidente de avión, y traté de utilizar lo que me enseñaron en el hospital cuando desperté, para tranquilizarme, a seleccionar las cosas más simples de mis recuerdos para ir luego a las más complejas.
«Me llamo Steve Rogers —comencé a susurrar para mí mismo—, nací en el año 1920, por lo que tengo noventa años, pero como estuve congelado setenta, aparento los veinte de entonces. Nací en una familia humilde de Brooklyn. Bucky Barnes es mi mejor amigo, pero lo perdí, cuando ambos fuimos a la guerra. Me enamoré de una mujer preciosa llamada Peggy Carter, una agente militar, pero también la perdí. Después del accidente, me marché de nuevo a vivir a Brooklyn, cerca de mi tía Natalie, la única familia que me queda con vida. Trabajo en…»
—Señor Rogers, veo que ha despertado —una mujer vestida con una bata blanca había entrado en la habitación. Tenía un rostro sencillo, sin nada destacable, pero agradable. Llevaba el cabello recogido en un moño, que era del color del carbón, aunque con unas líneas plateadas que lo fraccionaban. Tenía una mirada afable, tan azul como el océano.
Se acercó a mí, apretando su carpeta contra el pecho, y se sentó en un taburete a mi derecha, por lo que yo ladeé la cabeza para poder verla mejor, con cuidado.
—Soy la doctora Martha Clark, he estado atendiéndote desde que llegaste al hospital —me explicó ella, levantando levemente las comisuras de los labios, haciendo que se le formaran arrugas allí.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —Pregunté yo. Mi voz sonaba ronca, rasgada, mucho más de cómo la recordaba.
—No mucho, solo un par de días que has estado inconsciente —me contó ella, mientras me acercaba un vaso de agua para que pudiese hablar mejor. Yo asentí con la cabeza en modo de agradecimiento.
—¿Y qué es lo que me ha pasado?
—Tuviste un accidente de coche —me empezó a contar ella, mientras ojeaba sus papeles—. Ibas de camino a casa y un coche arremetió contra el tuyo, seguidamente, se marchó. La policía aún no ha dado con el culpable, pero seguro que lo hará pronto. Un hombre que estaba paseando con su mujer llamó a la policía y solicitó una ambulancia. No tienes heridas graves, solo una fractura en la pierna izquierda y algunos otros arañazos y moratones, nada que no se pueda curar con el tiempo.
—Bueno, me alegro entonces —respondí, e hice un intento de sentarme, pero un relámpago de dolor me recorrió el cuerpo de punta a punta. La doctora Clark me ayudo a tumbarme de nuevo, muy despacio.
—Trata de no moverte mucho, al menos hasta que los medicamentos comiencen a hacer efecto y estés en disposición de volver a casa, que si todo va bien, será en dos o tres días. Un placer, señor Rogers, volveré más tarde —la doctora me dedicó una de sus sonrisas antes de darse la vuelta, pero cuando estaba a punto de atravesar la puerta, se detuvo—. Ah, se me olvidaba, tienes visita.
Antes de que me diese cuenta, tenía a la tía Natalie con las manos en mi cara, sonriendo y con los ojos vidriosos. Nacimos por la misma época, ella cinco años después que yo. Siempre ha sido extraño llamarle tía, ya que era menor que yo, pero aún siendo hija adoptiva de mi abuela, ella siempre me exigió que así fuera. Cuando regresé de la guerra, ella fue de las pocas personas que estuvieron conmigo, y era muy raro que ella pareciese setenta años mayor que yo, cuando siempre he sido yo el que ha sido mayor que ella.
Tenía los ojos luminosos, llenos de vida, justo como cuando éramos niños, ese brillo infantil no se le ha borrado nunca. Sus ojos tenían un color grisáceo y se veían más grises o azules dependiendo de la iluminación. Su cabello gris iba recogido en un moño bajo atrás, rozándole la nuca. Cuando éramos niños, era rubia, como yo, pero supongo que hacía poco se tornó a gris. Tenía la sonrisa pícara, adornada por unas finas líneas rosadas que le daban elegancia. Su piel pálida estaba salpicada por las rozaduras de la piel, pero tuve que reconocer que ella siempre había sido una chica preciosa, y lo seguía siendo.
—¡Steve! ¡Qué alegría que estés vivo! —Exclamó ella, abrazándome. Yo di un salto por el dolor, por lo que ella se apartó, pero se sentó en el taburete, para darme la mano— He sufrido tanto por ti, tanto miedo a que esta vez no despertases, menos mal que estás bien.
—Lo sé, tía Natalie, muchas gracias por estar aquí —le animé yo, dándole unos pequeños toquecitos en la mano con mi pulgar.
—¿Y dónde iba a estar mejor que con mi sobrino favorito? —Me dijo ella, apartándome el flequillo de la frente— Vaya, me siento como tu abuela, aunque prácticamente lo soy —yo le sonreí—. Aún así, no soy la única que ha estado ahí esperando para verte, será mejor que la haga pasar, creo que después de dos días sin saber si ibas a despertar querrá verte.
—Tía Natalie, ¿quién…? —Comencé a preguntar, pero antes de que pudiera terminar, mi tía ya había salido por la puerta a llamar a la persona que también había ido a verme.
Una mujer pelirroja de más o menos veinte años entró por la puerta. Tenía el pelo a la altura de los hombros, tan rojo como el fuego. Sus pequeñas orejas iban desnudas protegidas por su cabello de fuego, mientras que sus ojos verdes, grandes y brillantes, me miraban ansiosos. Creo que nunca he visto una mujer tan hermosa como ella. Su cuerpo era perfecto e iba cubierto por una camisa azul marino y unos pantalones negros. Su expresión transmitía confianza en sí misma, pero también miedo, escondido bajo muchas capas.
La tía Natalie entró con ella, y la chica empezó a llorar, lentamente, pero hizo como si no lo estuviese.
—Creo que mejor os dejo solos, volveré en un rato —anunció mi tía, apunto de salir por la puerta, pero yo la detuve, confundido.
—Tía Natalie —ella se giró hacia mí—, ¿quién es esta mujer?
Dirigí los ojos a la joven pelirroja, quien había parado de llorar y me miraba perpleja, aún con lágrimas en las mejillas, intentando asimilar mi pregunta, al igual que yo su presencia allí.
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Hola a todos.
Aquí tenéis el capítulo uno, sé que no es muy largo, pero de momento tendrán que ser así, luego cuando haya más acondecimientos cambiarán las cosas.
A decir verdad, no sé cuando publicaré de nuevo, porque este se suponía que iba a ser mi trabajo de navidad, pero parece que los profesores están dispuestos a que no escriba mucho en vacaciones, al igual que el resto del año, pero bueno, no s puede hacer nada.
Parece que Steve no recuerda a Natasha.... Vaya, vaya.
Bueno, estoy deseando ver vuestros comentarios y votos, me alegran cada día. Espero que os guste la foto de la multimedia y la canción, que es, junto a la del prólogo, las canciones que más representan esta historia.
Besos y gracias
