CASETE 2: CARA B

476 8 0
                                    

En honor a Hannah, debería pedir un chocolate caliente. En el Monet lo sirven con unas nubes de gomilona pequeñitas flotando encima. Es la única cafetería que conozco en la que lo hacen así. Pero cuando la chica me pregunta digo que quiero un café, porque es más barato. El chocolate caliente cuesta un dólar entero más. Desliza una taza vacía sobre la barra y me señala hacia el mostrador de autoservicio. Me sirvo sólo un poco de mezcla de leche y crema para cubrir la parte inferior de la taza. El resto lo lleno de café Mezcla Pecho Peludo porque parece que tenga mucha cafeína y quizá así pueda quedarme despierto hasta tarde para acabar las cintas. Creo que necesito acabarlas y, acabarlas esta noche. Pero ¿debería? ¿En una noche? ¿O debería encontrar mi historia, escucharla y continuar con la siguiente cinta lo justo para ver a quien se supone que se las tengo que pasar? —¿Qué estas escuchando? —es la chica de detrás de la barra. Ahora está a mi lado, colocando de lado los recipientes de acero inoxidable que contienen la mezcla de leche y crema, la leche desnatada y la de soja. Está comprobando si están llenos. Un par de líneas negras, un tatuaje, le suben por el cuello y desaparecen dentro de su cabello muy corto. Bajo la vista y miro para los auriculares amarillos que llevo colgados al cuello. —Unas cintas. —¿Cintas de casete? —coge la soja y la aguanta contra la barriga—. Qué interesante. ¿Alguien que yo pueda conocer? 

Meneo la cabeza diciendo que no y dejo caer tres azucarillos en mi café. Abraza la soja con el otro brazo y saca la mano.  —Fuimos juntos al instituto hace dos años. Eres Clay, ¿verdad? Dejo la taza y deslizo mi mano sobre la suya. Tiene la palma cálida y suave. —Tuvimos una clase juntos —dice— pero no hablamos mucho. Me resulta ligeramente conocida. Quizá lleve el pelo diferente. —No me reconocerías —dice—. He cambiado mucho desde el instituto —pone en blanco los ojos muy maquillados—. Gracias a Dios. Meto un palito de madera en mi café y lo remuevo. —¿Qué clase teníamos juntos? —Taller de carpintería. Continúo sin recordarla. —Lo único que saqué de aquella clase fueron astillas —dice—. Oh, e hice un banquito para el piano. Todavía no tengo piano, pero por lo menos tengo el banquito. ¿Te acuerdas de lo que hiciste tú? Remuevo mi café. —Una estantería para las especias —la crema se mezcla y el café se vuelve de un color marrón claro con algunos hilos de café negro que suben hacia la superficie. —Siempre pensé que eras el chico más majo de la clase —dice—. Todo el mundo lo creía en el instituto. Un poco callado, pero estaba bien. En aquellos tiempos la gente creía que yo hablaba mucho. Un cliente se aclara la garganta en la barra. Los dos miramos hacia él, pero no aparta la vista de la carta de bebidas. Ella se vuelve hacia mí y nos volvemos a dar la mano. 

—Bueno, quizá te vuelva a ver por ahí, otra vez que tengamos más tiempo para hablar —después camina hasta detrás de la barra. Ese soy yo. Clay, el tío majo. ¿Seguiría diciéndolo si escuchase estas cintas?  Me dirijo a la parte trasera del Monet, hacia la puerta cerrada que da al patio. Por el camino me encuentro mesas llenas de gente que estiran las piernas o echan las sillas hacia atrás para componer una carrera de obstáculos que me está pidiendo que tire mi bebida. Una gota de café caliente me salpica el dedo. Miro cómo se desliza por mis nudillos y cae al suelo. Froto la punta del pie sobre aquel punto hasta hacerlo desaparecer.  Y recuerdo que hoy, más temprano, he visto como una hoja de papel se caía por fuera de la zapatería. Tras el suicidio de Hannah, pero antes de que llegase la caja de zapatos llena de cintas, me había encontrado pasando por delante de la zapatería de la madre y el padre de Hannah muchas veces.  Había sido aquella tienda la que la había traído en principio al pueblo. Después de treinta años con el negocio, el dueño de la tienda quería venderla y retirarse. Y los padres de Hannah estaban buscando un lugar al que mudarse. No estoy seguro de por qué pasé por allí tantas veces. Quizá buscaba una conexión con ella, alguna conexión fuera de la escuela, y aquella era la única en la que podía pensar. Buscaba respuestas a las preguntas que no sabía cómo preguntar. Sobre su vida. Sobre todo. No tenía ni idea de que las cintas estaban de camino para explicármelo. El día después de su suicidio fue la primera vez que me encontré delante de la tienda, parado ante la puerta. Las luces estaban apagadas. Una única hoja de papel pegada al escaparate decía ABIMOS PRONTO escrito con un rotulador negro grueso. Lo habían escrito con prisas, me imaginé. Habían olvidado una “R”.  

THIRTEEN REASON WHY (En Español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora