CASETE 4: CARA A

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En el camino de vuelta la mano roja parpadea, pero de todas formas cruzo el paso de peatones corriendo. En el aparcamiento hay todavía menos coches que antes. Pero aún así, el de mamá no está. A unas pocas puertas del Bar de Rosie dejo de correr. Apoyo la espalda contra el escaparate de una tienda de animales mientras intento recuperar el aliento. Después me inclino hacia delante, con las manos apoyadas sobre las rodillas, deseando que todo se vaya ralentizando antes de que ella llegue. Imposible. Porque aunque mis piernas hayan dejado de correr, mi mente continúa en marcha. Me deslizo hacia abajo apoyado contra el cristal frío, con las rodillas dobladas, intentando con todas mis fuerzas contener las lágrimas. Pero me estoy quedando sin tiempo. Estará aquí enseguida. Inspiro profundamente, me obligo a levantarme, camino hasta el Rosie y abro la puerta. Del interior sale una corriente de aire cálido, que huele a una mezcla entre grasa de hamburguesa y azúcar. Dentro, tres de las cinco mesas con bancos que hay a lo largo de la pared están ocupadas. En una hay un chico y una chica bebiendo batidos y mascando ruidosamente palomitas del Cresmont. En las otras dos hay gente estudiando. Los manteles están cubiertos de libros de texto, que solo dejan el espacio suficiente para las bebidas y un par de cestitas de patatas fritas. Por suerte, la mesa que está en la zona más alejada está ocupada. No necesito plantearme la cuestión de si me siento ahí o no. En una de las máquinas de pinball hay un cartel escrito a mano y pegado con celo que dice “Fuera de servicio”. Un chico del último curso que más o menos reconozco está delante de la otra máquina, aporreándola. 

Tal y como ha sugerido Hannah, me siento en la barra vacía. Detrás de la barra, un hombre con un delantal blanco separa los cubiertos en dos tubos de plástico. Me hace un gesto con la cabeza. —Cuando tú quieras. Saco un menú de entre dos servilleteros plateados. La parte delantera del menú explica la larga historia del Rosie, con fotos en blanco y negro que abarcan las últimas cuatro décadas. Lo repaso, pero no hay nada del menú que me parezca apetecible. Ahora mismo no. Quince minutos. Eso es lo que dijo Hannah que debía esperar. Quince minutos y después tenía que pedir. Cuando mamá me llamó, pasaba algo. A mí me pasaba algo, y sé que me lo notó en la voz. Pero ¿escuchará las cintas de camino aquí para descubrir el porqué? Soy un imbécil. Tendría que haberle dicho que ya iría yo a buscarlas. Pero no lo hice, así que ahora tendré que esperar y averiguarlo. El chico que comía palomitas pide la llave del cuarto de baño. El hombre de detrás del mostrador señala la pared. Hay dos llaves colgando de unos ganchitos metálicos, una tiene un perrito azul de plástico pegado; la otra, un elefante rosa. El chico coge el perrito azul y se dirige al pasillo. Después de colocar los tubos de plástico bajo la barra, el hombre desenrosca la parte superior de una docena de saleros y pimenteros sin prestarme ningún tipo de atención. Y eso está bien. —¿Ya has pedido? Me vuelvo. Mamá está sentada en el taburete al lado del mío y coge un menú. A su lado, sobre la barra, está la caja de zapatos de Hannah. —¿Te quedas? —pregunto. 

Si se queda, podremos hablar. No me importa. Estará bien poder liberar mis pensamientos durante un rato. Tomarme un respiro. Me mira a los ojos y sonríe. Después se pone la mano sobre la barriga y obliga a su sonrisa a convertirse en una mueca. —Mala idea, me parece. —Tú no estás gorda, mamá.  Desliza la caja de cintas sobre la barra en dirección a mí. —¿Dónde está tu amigo? ¿No estabas trabajando con alguien? Correcto. Un proyecto del instituto. —Tuvimos que, bueno, está en el baño. Su mirada pasa sobre mí, por encima de mi hombro, solo durante un segundo. Y puede que me equivoque, pero creo que mira si las dos llaves cuelgan de la pared. Gracias a Dios que no están allí. —¿Tienes suficiente dinero? —me pregunta. —¿Para qué? —Para tomar algo —vuelve a colocar su menú y después le da un golpecito con la uña al mío—. Los batidos de chocolate malteado están para morirse. —¿Habías estado aquí? —me siento un poco sorprendido. Nunca había visto adultos en el Rosie. Mamá se ríe. Me pone una mano sobre la cabeza y con el pulgar me alisa las arrugas de la frente. —No pongas esa cara, Clay. Este sitio ha estado aquí siempre —saca un billete de diez dólares y lo deja sobre la caja de zapatos—. Tómate lo que quieras, pero pide un chocolate malteado a mi salud. 

THIRTEEN REASON WHY (En Español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora