II.- EL ENCUENTRO

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Desde muy pequeño mis padres se fueron, me quedé solo, viviendo de callejón en callejón, comiendo de las sobras que me daban los restaurantes por llevarles su basura al vertedero municipal. En la ciudad, muchas eran las personas que vivían en esa condición, no había distinción de sexo o edad, solo una inmensa red de personas desgraciadas a las cuales la vida no volvió a mirar. En las calles podías encontrarte cualquier cosa, bien sea el mayor de los peligros con el cual conseguías un pase directo al fin de tus días o la bendición que te pondría de buenas por el resto de la semana o hasta que volvieras a recordar tu miseria. Una noche yo me encontré con la persona que sería mi eterna compañía, mi mejor aliado y amigo.


Saúl era un niño que al igual que yo vivía en la calle, lo encontré por pura casualidad cuando caminaba por la acera, rumbo al callejón que ocupaba como casa. Estaba asustado, temblando de frío, sus labios estaban pálidos y se mantenía sentado en un charco de orina seco. No había comido nada desde hacía dos días y difícilmente podía moverse. Se notaba que no tenía ninguna experiencia en la calle, yo jamás lo había visto, pero así era por esos rumbos, un día notabas que había personas nuevas sentadas en las aceras con las miradas perdidas en su pasado, en las decisiones erradas que tomaron o simplemente preguntándose qué hicieron para merecer aquello y otros días notabas que tu vecino de la esquina continua no estaba por ninguna parte y te hacías de la idea de que jamás lo volverías a ver. A mí, que ya tenía un tiempo viviendo en la intemperie me causó un gran dolor verlo así.


Era menor que yo en edad, aunque por muy poco y teníamos casi la misma estatura. Su piel era clara y su cabello negro; sus ojos, como los de los otros niños que conocí en la calle, tenían en el fondo un claro destello de resentimiento por las personas que lo pusieron allí. Esa noche lo recosté sobre mi hombro y me lo llevé al lugar donde dormía, al final de ese callejón sin salida había hecho, a base de cartones y telas viejas, mi fabulosa mansión. Él no hablaba, solo caminaba en silencio, arrastrando los pies y encorvándose sobre sí mismo. Después de que lo dejé en el callejón fui a buscar algo para darle de comer. Esteban era un tipo que siempre me ayudó, un comerciante que tenía un pequeño negocio en el centro de la ciudad en donde vendía de todo, le conté lo que había sucedido y resolvió darme dos hogazas de pan y dos botellas de agua mineral. Regresé corriendo hasta aquel rincón y compartí junto a Saúl el preciado botín reunido. Con la poca energía que le quedaba en su cuerpo regordete engulló aquel pedazo de pan, poco a poco el color regresaba a sus labios y mejillas y una expresión de agradecimiento se le dibujaba en el rostro. En ese momento decidí estar junto a él pasara lo que pasara.


Estuvimos juntos en la calle, hacíamos varias cosas para conseguir algo de comer, fantaseábamos juntos sobre cómo serían nuestras vidas si no estuviéramos en aquella posición, nos contábamos historias y curábamos nuestras enfermedades. Nuestra profunda amistad creció y se consolidó en el tiempo hasta tal punto de volvernos inseparables. Saúl se mostró como un niño de fuertes convicciones, dispuesto a defender lo que creía hasta la muerte, capaz de usar la lógica a su favor y muy analítico. No había atisbo de dudas en él cuando decía que íbamos a salir de aquel lugar, yo solo lo miraba y suspiraba mientras le pedía al cielo que, si eso pasaba, no nos llevara por caminos distintos el uno del otro.


Una noche Saúl se metió en problemas, un par de niños querían golpearle para quitarle un par de zapatos que yo le había conseguido días atrás. Estuvieron a punto de partirle la cara si no fuera porque llegué hasta donde se desarrollaba el tumulto. En vez de ser una pelea dos contra uno, nos la rifamos individual, yo le hubiese ganado a aquel muchacho de no haber sido porque me distraje y él aprovecho para pegarme un tablazo. Saúl, en cambio, supo defenderse bien, sin embargo a mí me abrieron una herida en la parte posterior de la cabeza, afortunadamente para nosotros no pudieron llevarse los nuevos zapatos de Saúl.


-Para la próxima practicaremos tu gancho derecho –dijo burlonamente mientras limpiaba la herida.


-Muy gracioso, niño. Para la próxima lo que deberías hacer es alejarte de los problemas –reprendí.


-Sabes cómo es esto, tú mismo me lo dijiste: "En la calle debes estar listo para cualquier cosa" –me remedó.


-Sí, pero también te he dicho que mejor es pasar desapercibido, pero eso no se te queda en la cabeza ¿Verdad?


Le devolví el golpe con un ligero roce mientras seguía haciendo alarde de lo bien que se había defendido de su agresor. Yo me levanté del cajón en donde estaba y salí al callejón, me dolía la cabeza y no quería seguir escuchando los gritos de carate de Saúl en demostración de su "fuerza bruta". Aquella noche la luna estaba llena y había pocas estrellas en el cielo, para mí, mirar la bóveda celeste nocturna era uno de los pocos deleites que tenía el vivir en las calles, mientras otros se perdían el espectáculo que podía ser, nosotros lo disfrutábamos todas las noches y en primera fila. El aire estaba especialmente frío y aparte del dolor de cabeza que sentía, un ligero cosquilleo en la mente hacía que mi cuerpo se estremeciera. Tenía un par de años caminando por aquellas calles y el aire nunca se sintió tan pesado como en aquella noche. Saúl salió a las puertas de nuestra precaria cabaña, yo me volví y lo vi en sus ojos, él también lo sentía. Las cosas estarían por cambiar para nosotros. No pude explicarlo, pero esa sensación me acompañó hasta el día en que la vimos. Nuestro ángel protector.

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