V.- SILENCIOS

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De un momento a otro, la claridad te golpea. Tu mente se calma y te das cuenta en dónde estás, qué estás haciendo, qué tienes y qué te falta. Cuando tu pulso se estabiliza y el piso se deja de mover, las ideas y los pensamientos comienzan a fluir a caudales más calmos, vuelves a escuchar tú propia voz interior y tus pies comienzan a responder a tus órdenes. Todo esto forma parte del sistema de respuesta humano ante los acontecimientos de más demanda mental y emocional. Cuando ha pasado el primer golpe, registras un proceso de calma. Lo único que no sabes es que si será definitiva o cuánto tiempo durará. Sin embargo, no nos preocupa, estamos muy ocupados tratando de respirar todo el aire que se nos había negado en sus momentos previos.


–Esto se puede solucionar en este momento –dijo la anciana con voz tenue –No hay necesidad de poner las cosas peor para todos.


Lo que ella parecía ignorar es que las cosas no podrían ser peor para Aidan, quien ya parecía a punto de echar a correr, sospechando que en cualquier momento la situación pintaría peligrosa para sí mismo. Por otro lado, Saúl se encontraba mirando a la señora con genuina empatía. Su cuerpo se inclinaba hacia ella, hecho que demostraba su pensamiento de que continuaba en peligro inminente y que estaría dispuesto a ponerse entre ella y Aidan si fuese necesario. Yo, en cambio, mantenía mis manos en los bolsillos. Tal vez era porque intuía que el peligro se había alejado y ahora nos encontrábamos en una calma intermedia.


–Me llamo Ilda –pronunció lentamente como si quisiera asegurarse de que los tres entendiéramos –Gracias por venir. Ya no hay muchas personas dispuestas a ayudar, y menos en una situación como esta. No me cabe duda de que son unos buenos chicos –nos dijo mientras pasaba su mirada cálida y profunda de Saúl hacia mí.


Se acomodó su cartera en el brazo, por un momento pensé que se marcharía y toda la escena con ella, pero la dirección en la cual comenzó a caminar, muy lentamente, fue la de Aidan. Él dio un par de pasos hacia atrás. Saúl y yo nos miramos, compartiendo un pensamiento –ante cualquier movimiento debemos proteger a la anciana–. Ella se acercaba más, como quien se acerca a un cachorro asustadizo en medio de la carretera. Aunque su apariencia era la de una mujer entrada en años, sus movimientos eran certeros y sin vacilación. Se posó a tal solo un palmo de distancia de aquel chico que la había puesto en una situación nada agradable, tan solo unos minutos atrás. Metió su mano en el bolsillo del pantalón de Aidan, todos estábamos confundidos, mirando aquel hecho. Aidan no podía moverse más, había quedado petrificado ante la mirada de Ilda, la cual lo hacía directamente a los ojos, como escrutando su vida. Finalmente sacó la pequeña bolsa de plástico con la mitad de su contenido, por solo ese momento apartó la mirada de Aidan y la puso en el pequeño paquete, después miró a Saúl y me miró a mí. En ese momento dijo algo ininteligible, abrió la bolsa y vertió su contenido en el agua putrefacta que circulaba por kilómetros de cunetas en la ciudad. Aidan respiraba por la boca, sorprendido más que todos por lo que ocurría. La anciana volvió a poner su mirada fija en el muchacho, esta vez, sus manos fueron directamente a las mejillas de aquel pobre infeliz, en el momento del contacto los ojos de Aidan se pusieron tan grandes como podían. Ilda lo sostenía de manera sutil, pero con gran temple mientras le acariciaba el rostro y secaba las lágrimas que empezaban a caer de los ojos de él.


–Te entiendo –dijo Ilda.


Esa frase abrió una grieta en el cuerpo y la mente del pobre niño que solo había conocido la violencia y precariedad. Su rostro pasó de la sorpresa al dolor curtido por los años. La expresión de la mujer era de una sensibilidad arrolladora. En ese momento, yo también supe una cosa, aquel niño tenía más en común con nosotros de lo que imaginé, que él también era víctima de los castigos de vida. Supuse que ya era hora de marcharnos, que todo estaba arreglado y que nuestra presencia ya no era necesaria. Le hice un ademan a Saúl para que fuéramos finalmente a comenzar nuestra faena diaria, él estuvo de acuerdo conmigo y ambos dimos un paso atrás para disponernos a avanzar en nuestro camino.


–No se pueden marchar –dijo Ilda dándonos todavía la espalda –Quiero retribuirles lo que han hecho por mí.


–No será necesario, lo que hicimos por usted lo hubiésemos hecho por cualquiera –le respondí para tratar de zanjar la situación.


–No lo pongo en duda, como ya lo dije, creo que son unos buenos chicos –se volvió hacia nosotros –No le quiten la felicidad de agradecer su valentía a esta pobre anciana ¿Ya han desayunado?


Saúl y yo nos vimos las caras, la verdad era que no habíamos comido nada en el día y efectivamente nos vendría bien algo que comer.


–Les propongo algo. Acompáñenme hasta mi casa, ahí podrán comer algo, se ven bastante flacos, por favor no me digan que no.


Saúl se veía claramente embelesado por la propuesta, pero planteó poner un poco de resistencia con el fin de no parecer tan necesitado. Claro que fue inútil que tratara de evitar ocultar que desde el fondo ya había aceptado esa propuesta.


–No queremos desviarla de sus labores diarias, seguramente se dirigía a otro lado –contestó Saúl.


–Para nada, lo que salí a hacer, ya lo hice –Se dirigió hacia el tercer muchacho y lo tomó del brazo –Tú también vendrás con nosotros. Ninguno se arrepentirá, eso puedo prometérselos.


Sin esperar más respuestas, empezó a caminar con Aidan por el brazo. Cuando se había alejado unos cuantos metros, él se volvió hacia nosotros, su expresión atónita no lo abandonaba, no había dicho una sola palabra en todo el suceso. Saúl comenzó a caminar en su dirección y después yo le seguí. Nos dirigíamos a la casa de aquella mujer.


Caminamos un par de kilómetros hasta la pequeña residencia que ocupaba la anciana que hasta el momento no había parado de sonreír. Era como si hubiese salido a recogernos en una terminal, después de un largo viaje y ahora regresábamos a un hogar perfecto del cual nunca debimos haber salido. Inmediatamente después de asomarnos a la puerta un olor exquisito nos embriago los sentidos. Olía a comida y se escuchaban ruidos más allá del recibidor. La mujer no vivía sola.


–Pasen. No sientan vergüenza –nos insistió –Estoy muy contenta de finalmente tenerlos aquí.


–¿Mailda, eres tú? –se escuchó desde lo que supuse era la cocina.


–Sí, cariño. Ya llegué. Vengan todos por favor.


En los segundos posteriores, cuatro personas hicieron acto de presencia en la misma habitación donde nos encontrábamos.


–Hijos, ellos son nuestros invitados. Vienen a comer con nosotros.


Como dos tanques de guerra opuestos, nuestras miradas chocaron con las de los otros cuatro en un gran despliegue de causalidades en la vida. En el medio estaba Ilda, con un aura celestial, conteniendo en una esfera invisible todo lo que pudiera pasar. El silencio volvió a caer y en el fondo de la tierra, algo se movía.

EquinoccioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora