III.- NUBES CARGADAS

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Uno siempre prefiere pensar que las cosas pasan por algo, yo, la verdad, no me opongo a ese pensamiento. Dentro de la gran maquinaria que es el universo hay estratos y niveles, y personalmente creo que somos los últimos en la cadena de subordinación. Los sucesos que van marcando cambios en nuestras vidas tienen ese toque de resistencia al principio, lo puedes intuir, algo importante ha de venir. Los más fútiles simplemente pasan sin pena ni gloria. Otros dan consistencia a la hora, al día o incluso al mes, pero jamás a la vida entera. Ante los más grandiosos, primero, te niegas frente al hecho porque le temes a lo desconocido, después entra en tu consiente una duda, una curiosidad enfermiza por saber de cuánto va la bola de nieve. Para terminar, puedes sucumbir o simplemente seguir revolcándote en tu autocompasión, creyéndote inmerecedor de cualquier evento que pueda ayudarte a ser mejor. Claro que siempre está una última estación, porque la vida es así, una equivocación perenne de nuestra parte, creyendo que hemos llegado al final. Esta es, cuando te unes al cambio, pero sigues siendo el mismo en tu interior, convirtiéndote en consecuencia en la persona más miserable sobre la faz de la Tierra. Preso en una jaula que es tu propio cuerpo, sabiendo en el fondo que no tienes escapatoria. Los cambios son así, inclementes, eventualmente trágicos, la careta que la vida usa para mostrarte su sarcasmo. Pero lo más importante que hay que recordar de los cambios en la vida, es que ellos movilizan. Desde las ideas, pensamientos, carácteres y destinos.


En los días del mes de julio llovía a cántaros en esa ciudad. Siempre esa temporada era la peor, todas las personas que habitaban en las calles corrían como ratas en búsqueda de algún lugar en donde pudieran mojarse menos. Don Oro, como le gustaba que le reconocieran, siempre encontraba sitio en los cubos de basura, en donde cada temporada se metía, según él, para cuidarse de los virus que traía el desprendimiento del cielo en forma líquida, además le servía para iniciar su búsqueda furtiva de todo tipo que cosa que se pudiera cambiar por dinero. Bien dicen que la basura de unos es el tesoro de otros. Era un anciano simpático y dicharachero que contaba chistes obscenos a los trabajadores de la calle. Para otros la lluvia era una bendición. Empapado nadie puede notar que estás llorando y para muchos, eso representa un acto de misericordia celestial. Podían desdoblarse por la carga que se posaba en sus hombros, y cual purificadora, esta llegaba para calmar sus quejidos. Aquí no había distinción de clase o vivienda, cada cual lleva una cruz y la lluvia hace dos cosas: la primera, recordarte por qué la llevas, y la segunda, serte de compañía solemne. La lluvia, en cambio, para los melancólicos como yo, es un medio de justificación, para darle forma dinámica a todas las voces que susurran en nuestra cabeza, que la vida no ha salido de su preludio.


Con el cielo encapotado, Saúl y yo salimos de nuestra pequeña cueva para ir a buscar el pan de cada día. Personalmente creo que los días grises como aquellos son un completo desperdicio, el sol te obliga a moverte, las nubes solo te aletargan. Mi gran amigo y yo fuimos directamente a los sitios que ya por costumbre visitábamos para realizar todo tipo de pequeños trabajos, con el fin de ser recompensados con los platos del día o con algo de dinero, si corríamos con la suficiente suerte. El señor Wen era el dueño de un restaurante de comida china y uno de nuestros fieles empleadores, siempre pagaba bien por mantener a raya a los insectos y al exceso de animales que no quería en su negocio, así como por ayudarle a pelar y picar los ingredientes en la cocina. La verdad era que prefería dejarnos a nosotros esa tarea que contratar a otras personas a las cuales debería pagarle más y en forma de dinero. Saúl se manejaba bien en la cocina y sabía, con una experticia peculiar, cómo debía ir cada plato en cuanto a sabor y presentación. A mí me dejaba muy asombrado y todavía más al señor Wen, él se ponía feliz por tener un talento como el de Saúl al precio de un plato de arroz.


-Tal vez algún día pueda ser un cocinero y tener mi propio restaurante –decía mientras se arreglaba un gorro de chef imaginario y se perfilaba unos bigotes de igual naturaleza.

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