IV.- CASTIGO

1 0 0
                                    


Hay ocasiones que la vida te toma por sorpresa. Con sus caminos enredados, sus valles y sus colinas, sus giros y sus devaneos. Es compresible que no sepas cómo debes reaccionar ante el hecho tan dramático que se cierne sobre ti y que parece eclipsar al mismísimo sol. Nunca estás lo suficientemente preparado. Aunque pases la vida entera considerándolo. Así me sentí yo, despistado, sin saber qué pensar, sintiéndome extranjero en un mundo que no conocía. Desde aquella tarde, la gran rueda del destino no daría marcha atrás.


Aidan era un muchacho delgado, moreno y con un cabello lacio y castaño que le caía en sus ojos oscuros. Tenía grandes ojeras y en su mirada lograba leerse la desesperación y la desorientación que da una vida llena de violencia. Él nunca conoció a su padre, simplemente se fue cuando supo que llegaría al mundo, por eso se culpaba cada vez que veía en la calle a un niño montado sobre los hombros de su padre. Su madre tomaba para el desayuno una inyectadora con el líquido que hacía que ella se olvidara de todos los problemas que la ahogaban, no importaba si el resto del día fuese menos que un trapo sucio, eso era mil veces mejor que ver la realidad golpearte a una velocidad increíble. También por eso se culpaba, y se culpaba aún más por odiar a sus padres, por no poder ser feliz, por padecer y sucumbir todas noches ante el monstruo de la oscuridad. Ante esa razón, merecía castigo y él lo comprendía. Por eso también metía en su cuerpo aquel polvo que lo destruía, que quemaba sus entrañas y hacía arder todo su mundo en una espiral de autoflagelación.


Aquel muchacho que creció en una pequeña vivienda precaria, a orillas del río, y que parecía derrumbarse cuando el viento arreciaba, se lanzaba a las calles. No queriendo, en realidad, pero era la única opción que veía cuando el polvo le nublaba la vista. Tomaba por victima a las personas que por casualidad y por suerte para él, pasaban por los lugares más solitarios, a las horas menos convenientes. Aunque siempre trataba de no hacerles daño. Él comprendía que sobrevivir, siempre implica la desgracia de otros. Si no salía a robar, no tendría que comer, si no había nada que comer, su madre, le golpearía hasta que la sangre fuera lo suficientemente persuasiva para hacer que sus dopados sentidos lo percibieran. Así era su día, a decir verdad, a veces no era necesaria una excusa para que la mujer que lo había traído al mundo lo dejara inconsciente sobre un charco de sangre y tierra. Existir era lo suficientemente malo.


Esa mañana, cuando Aidan despertó, su madre no estaba en casa. Eso le brindaba tranquilidad y descanso. Era ilógico que la ausencia de la persona que se supone que te debe brindar confort, te conforte más. Se había llevado el poco dinero que tenían, pensó que seguramente fue a abastecer su despensa de perdición y delirio. Su estómago rugía reclamando el alimento que desde hace más de 24 horas no le suministraba, y aunque esta era una sensación que conocía perfectamente, uno nunca puede decir que te terminas acostumbrando. Una vez más se presentaba la disyuntiva en su cabeza. Una vez más aparecía la decepción a sí mismo. Aidan fue hasta la esquina nororiental de la casa y empezó a cavar con sus manos rápidamente hasta que dio con la pequeña caja de aluminio, sin pensarlo la abrió y extrajo de ella una pequeña bolsa. Las lágrimas corrían por su rostro amargamente y en su interior ahogaba una vez más el intenso grito que amenazaba romper su pecho. Volvió a meter la caja en el hoyo del piso y lo tapó con la tierra. Introdujo la bolsa de plástico en el bolsillo de su pantalón y salió de casa con el alma y el cuerpo herido, como la tierra con las gotas de lluvia de la noche anterior.


En el camino lo acompañaba otra sensación, una extraña, la misma que lo había acompañado las últimas noches. Era como si un gran nudo, con todas sus vísceras, se hiciera en su interior. Respiraba entrecortadamente y su corazón se aceleraba a ritmos vertiginosos. No podía pensar en qué era lo que le estaba pasando, pero una cosa tenía claro, esa sensación iba en aumento. Aidan se colocó contra la esquina interna de un antiguo garaje abandonado que se encontraba en una calle que a esa hora de la mañana era poco transitada, pero en donde podías pescar a una que otra persona. Buscó en su bolsillo aquella bolsa que contenía en su interior aquel polvo que crispaba y hacía arder sus sentidos. Volvió a llorar. Sabía que era tiempo de castigarse, de demostrarse que aún podía ser más miserable y, si tenía suerte, que llegara el momento de que alguien apagara su respiración para comprobar si en la muerte también existía el dolor. Aidan abrió la bolsa y vertió una parte del contenido en su mano, la acercó a su nariz y aspiró fuertemente. Antes de que aquella sustancia que ingresaba a su cuerpo anestesiando ciertas funciones le nublara la mente por completo, se dio cuenta que había dejado de sentir muchas cosas, sin embargo, aquella sensación de nudo y de ahogo no se había ido, al contrario, nunca había sido tan grande.


Cuando, agazapado, vio que se acercaba una señora, caminando con aires de incredulidad hacia el mundo que la rodeaba, se tragó sus lágrimas. Sería sencillo, la anciana no podía poner demasiaba resistencia, se notaba el peso de sus años. Con suerte, en la cartera que colgaba de su antebrazo traería algo de dinero, o sino, algo que podría cambiar por dinero. Debía ser rápido, para hacer el menor daño posible, después de todo, él no era un chico malo, solo era alguien tratando de sobrevivir. Esperó a que se acercara más. Cuando ya la tenía a vuelo, saltó de la esquina, cual gato callejero. Puso sus manos sobre la cartera y haló con fuerza. La víctima, sobresaltada, y casi por inercia, empezó a dar alaridos. Aidan levantó la mirada, casi por accidente, y se encontró con la de la mujer a la cual intentaba quitarle sus cosas. Aunque seguía gritando, en sus ojos no había pánico ni temor y si lo pensabas por un momento, incluso podías llegar a suponer que todo parecía una actuación. La fuerza con la que sostenía su cartera era sorpresiva y aunque lentos, para Aidan, solo había pasado unos pocos segundos. Sin embargo, todo lo demás ocurriría en una exhalación. Cuando sintió el golpe en la espalda, un dolor sordo recorrió todo su cuerpo. Por una fracción de segundo pensó que la policía había llegado a ponerle fin a todo, pero cayó al piso y se dio cuenta de que no era así. Desde arriba le miraba un chico, más o menos de su edad, vestido de ropas viejas y con una piedra en la mano. Empezó a sentirse mareado y a percibir el calor y la viscosidad que empezaban a empapar su espalda. Sus sentidos, como concesión divina, empezaban a regresar hacia él. Se dio cuenta que había otro muchacho con la mujer y que ahora caminaba hacia donde se encontraba el primero. En un momento, los tres permanecimos intercambiando miradas. Aidan se volvía a poner de pie, en su mente solo pasaba un solo pensamiento, a toda velocidad, dejando a su paso una sensación de intranquilidad. Aquel instante de tiempo no era casualidad. Su mundo, sin aviso, giró hacia el otro lado.

EquinoccioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora