Taciturna (Erótico)

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Cuando era pequeño no tenía amigos varones. Siempre los consideré demasiado brutos, tontos y sin mucha gracia. Aquello, obvio, hizo que me diferencie de mi propio sexo. Un niño lejos de los niños, solitario, aburrido. En mi barrio tampoco había muchos niños de mi edad; solo niñas. Tuve que entablar una forzosa relación de amistad con mis vecinitas desde muy temprana edad. Fue así que conocí a la que ese entonces era el "amor de mi vida": Lari. Ella era la nueva en el barrio. Su familia se había mudado recientemente frente a mi casa y ella tenía su habitación al frente, en el segundo piso. Podía verla desde mi terraza.

Confieso que yo no era el chico más llamativo, pero sentí de inmediato que teníamos un interés mutuo el uno del otro. Iba a su casa a jugar de vez en cuando. Ella me enseñaba a tocar el piano, a jugar a las escondidas, a armar rompecabezas y hasta llegué a dormir en su sala junto a ella. Con el tiempo, en cuestión de semanas, nos volvimos inseparables.

Recuerdo una noche en la que su padre me dejó dormir en su casa de nuevo. Antes de dormir habíamos estado jugando un montón de cosas hasta cansarme, pero ella aún tenía ganas de divertirse. Lari era muy creativa e inventaba nuevos juegos cada día. Esa noche se le había ocurrido jugar al "campamento". Habíamos armado una tienda improvisada en su habitación con almohadas y sábanas.

No entiendo en qué momento un simple juego de niños se había convertido en la experiencia definitiva de mi vida. Nos habíamos acostado juntos ya que no había suficiente espacio, acurrucados en una colcha sobre la alfombra. Apagamos las luces y nos quedamos de "cucharita". Tuve mi primera erección. Aquello cambió completamente mi percepción sobre el cuerpo femenino y mi propio cuerpo. A ella le dio curiosidad y, tras pedirme innumerables veces, consiguió que se la mostrara. No hicimos nada que no comprendíamos más allá de la inocencia. El juego prosiguió muchas veces bajo las mismas sábanas hasta que un día su padre se dio cuenta y me negó verla después.

Pasaron meses y se mudaron. Lloré bastante el día que la vi subir sus cosas a la camioneta. No volví a saber de Lari después.

Pasaron los años y no volví a experimentar una sensación similar de nuevo, a pesar de entablar relaciones de amistad con varias otras vecinas. Buscaba algo en ellas que solo Lari tenía: la habilidad de esclavizarme con solo una mirada. Mi tardía adolescencia fue poco más de lo mismo, yendo de mujer en mujer en la búsqueda ansiosa de una sensación perdida. Primero estuvo Luz, luego Yani, luego Tania, luego mi vecina Sheila. Hasta con el mejor amigo de mi hermano mayor. Ahí, entre manoseos constantes y apasionados besuqueos en los sofás de sus casas o a escondidas, descubrí que no estaba buscando puramente sexo. El placer era bueno, pero efímero. Me encantaban los labios gruesos, los pechos de todos los tamaños, los pezones como botones y las caderas anchas.

Pero todo acababa allí, en la simple anécdota.

El cortejo era más sencillo con los hombres que con las mujeres, pues bastaba con ser lo más directo posible. Debo revelar que lo difícil me gusta, así que la críptica manera en la que se me acercaban las mujeres era algo que no me aburría nunca. Primero una mirada, luego un gesto y luego una frase con treinta sentidos diferentes. Conseguir algo con ellas era como armar un rompecabezas.

A la edad de 17 años ya había experimentado todo lo que pude haber experimentado del arte del sexo. Recordaba a cada mujer con la que había estado y a cada varón con el que había tenido el más mínimo "desliz". A mí no me importaba lo que tenían entre las piernas. A mí me gustaba el roce, el beso, el tacto, los arañazos, las mordeduras. Vinieran estos de hombres o mujeres, para mi verga daba igual.

Todo ese bururuche de experimentos juveniles terminó cuando conocí a Sofía. La había conocido en una app de citas, claro. Ya no estaba en el colegio ni mucho menos iba a fiestas, así que la única manera de seguir con mi rutinario ritual del sexo, era con Tinder.

El perfil de Sofía era nuevo para mí. Estaba acostumbrado a mujeres voluptuosas, cuyas apariencias apuntaban a una obvia necesidad de querer llamar la atención con lo único que tienen. Sofi, en cambio, hablaba de ella como si no tuviera nada de interesante, cosa que no tenía fundamentos ya que apuntaba a ser la mujer más extraña que había conocido. Intercambiamos números de inmediato. Tenía un metro sesenta, estaba algo subidita de peso y llevaba un corte que muchos tacharían de varonil. No sentí la inmediata atracción hacia ella, pero sí una intensa curiosidad por saber más de quien era.

Con el tiempo logramos vernos. Primero nos encontrábamos en conciertos benéficos, luego en supermercados y cada vez elegíamos lugares más extraños para encontrarnos, como cementerios y hospitales. No pasaba nada entre nosotros, solo hablábamos y no parábamos de hablar. En cuestión de meses nos habíamos hecho más que buenos amigos, más que cómplices.

Un día al fin había ido a su casa. Íbamos a ver una serie.

Subimos a su cama luego de cenar una pizza fría y ella encendió la computadora para buscar la serie. Me estaba explicando de qué trataba como si fuera la serie más interesante del mundo. Cuando la puso, en los primeros minutos, nos aburrimos.

Estuvimos un rato callados. No pude aguantarme más y la besé.

Ella siguió el beso con ternura, luego succionaba mis labios y jadeábamos mientras todo se volvía más perverso. Sentí en mi cuerpo la misma sensación que sentí años atrás con Lari.

Pronto pasé mi rodilla entre sus piernas y presioné mi muslo contra su intimidad hasta que sentí el tibio calor que emanaba. Ella sonreía mientras paseaba mis manos por su pálido cuerpo en busca de alcanzar cada rincón de él. Mis labios hacían lo suyo, atropellando a los suyos para borrarle la sonrisa. Y yo no me quedaba quieto y ella menos.

Revisaba mi bulto, palpando agresivamente con sus finos dedos sobre mi pantalón, adueñándose de lo que me pertenecía. Yo pasé una mano por debajo de su ropa interior floreada, primero con discreción y luego con entusiasmo, como quien se mete a un lugar desconocido. Y ella reaccionó con un suspiro quebrado, mirando el techo, y endureciendo cada musculo de su cuerpo.

Me susurró cosas maliciosas al oído, sin temor a dios, sin temor a las represalias de algún ser divino que nos estuviera mirando, entrecerrando los ojos para no perderse del espectáculo.

Sentir mis dedos dentro de ella era una sensación que nunca había experimentado. Me excitaba no solo el hecho de hacerla tener un orgasmo, sino también el hecho de que fuera a ella. Alguien con quien había formado un vínculo tan real como la humedad entre sus piernas.

Enredé mis dedos en los vellos de su pubis y luego me agaché a besarla. No había sabor más perfecto que el de su entrepierna. Presioné mi cara contra ella, mis labios y mi lengua hicieron el resto, saboreando cada milímetro de su intimidad como si se tratase de una última cena, de algo que solo pasaría una vez en la vida.

La oí gritar, rugir como una bestia liberada. Y le gustaba tanto mi boca que enredó sus piernas sobre mi nuca, tirando hacia su cuerpo como si quisiera que entrase en ella, que me volviera parte de ella. Entonces estalló entre pálpitos y espasmos, dejando escapar cada mililitro de dicha y sonriendo y llorando y respirando entrecortadamente.

Me agradeció y vi brillar sus tímidos ojos.

Bajó hasta mi entrepierna, liberando lo prohibido.

Sofía tenía poderes. Juro que sentí que me hizo flotar infinitas veces y que detuvo el tiempo solo para nosotros. No podía parar de tocarla ni quería hacerlo. Algo maldito estaba apoderándose de su cuerpo, obligándome a que la admirase: cada rollito, cada estría, cada cicatriz me pedía que pasase por allí.

Sentí que aquello más que sexo era una orgía con cien emociones distintas aprisionándome entre tetas y muslos, entre gemidos e insultos, entre apretones y roces.

Sentí que aquello más que sexo era una orgía con cien emociones distintas aprisionándome entre tetas y muslos, entre gemidos e insultos, entre apretones y roces

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