1 - Cuando cupido llama a tu puerta.

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Era por la noche, y Alethea Williams estaba en su casa cuando un escalofrío le recorrió la espalda. Se giró y vio que la ventana de su cuarto estaba abierta. Su padre había ido a una cena, y recordaba haber cerrado todas las ventanas y todas las puertas con cerradura, así que lo primero que pensó fue que alguien había entrado en la casa. Se armó con un bate de su hermano – que vivía en la universidad – y recorrió la casa. Estaba en las escaleras, mirando desconfiadamente a su alrededor, cuando alguien llamó a la puerta, haciéndola pegar un brinco de la sorpresa.

Tomó una respiración para calmarse, se dirigió con precaución a la puerta, y cuando la abrió se sintió como una idiota.

Llevaba un bate de béisbol para protegerse de alguien que no podía haber entrado por la ventana de un tercer piso como era la de su cuarto. Y no solo eso, sino que estaba con un bate de béisbol delante de un dios griego. Era un chico de pelo castaño, rizado de una forma que le quedaba increíblemente bien, con ojos azules como el mar y tan intensos como el maldito fuego y unos labios con un color rosado que era increíblemente apetecible para Ale. Era más que una cabeza más alto que ella, y desde esa altura, debía creer que ella se veía estúpida, porque sonrió de lado.

—¿Qué quieres? —cuestionó ella con desconfianza.

¿Por qué demonios se había fijado en sus labios?

El chico guapo asintió y apartó los ojos de ella, para mirar al frente, como si evitara mirarla. Eso le dolió, a decir verdad, le dolió, que un chico guapo como aquel no quisiera mirarla, le dolería en el orgullo a cualquiera.

—Tengo que hablar contigo sobre algo que no vas a creerte, así que preferiría que me dejaras pasar —murmuró él.

—No pasas mucho tiempo fuera de casa, ¿verdad? —bufó ella, y eso sí que atrajo una mirada de curiosidad por parte del desconocido—. ¿Crees que diciéndome que tienes que hablar conmigo voy a dejarte pasar a mi casa? No, gracias.

Él se vio irritado.

—No sería cómodo hablarlo aquí —insistió.

—Eres un depravado. Que no voy a sentarme en el sofá mientras tú me miras el escote y luego me violas, asqueroso de mierda —bufó ella.

—Si insistes en hablar aquí fuera al menos deberías dejar de mirarme los labios, ¿no crees, depravada? —contraatacó él con tono bromista.

Ella se sonrojó, porque ni siquiera se había dado cuenta de que lo estaba haciendo hasta que él  se lo había recriminado. El muy idiota debía creer que era de lo mejor del mundo, con esa sonrisita burlona y esos ojos tan intensos.

—¿Qué quieres decirme? —murmuró sin acobardarse, pero se aseguró de mantener su mirada fija en las orbes claras de él.

Borró su sonrisita irritante y volvió a asentir.

—¿Qué piensas sobre Cupido? —preguntó sin anestesia.

Alethea abrió los ojos sorprendida. ¿Ese dios griego le hablaba ahora de otro dios griego que llevaba pañales? Desde luego, había acertado en no dejar pasar a ese chico a su casa. Era un rarito.

—¿Un idiota incompetente que va con pañales y va flechando a quien quiere con sus flechas de amor? —preguntó ella con una mueca de indiferencia.

Él apretó los puños.

—No. Ese que permite que los pingüinos no se extingan a pesar de que los humanos estáis intentando conseguirlo —contraatacó.

—¿Pingüinos? ¿Qué clase de friki eres? —Alethea entrecerró los ojos.

Él rodó los ojos, para luego sonreír y negar con la cabeza.

El error de cupido. «pausada temporalmente »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora