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Ciudad de México, 1980.
Finales de agosto.
Emilio.

Tardé un mes en entregar la carta y duré otro mes sin verlo. Soy un cobarde pero hoy por fin, si todo salía bien, le hablaría en persona.

Me dirigí a la escuela en bicicleta y cuando llegué, en mi banco había una nota.

"Sé lo que hiciste, ¿por qué?". Me asusté y el corazón me iba a mil por hora.

- Sí, Marcos ¿por qué? — llegó hablando un chico que se sentaba junto a Joaquín.

- ¿Por qué, qué? — traté de sonar relajado y me senté en mi lugar.

- ¿Pedirle a Joaquín que vuelva a vestirse así? — me entregó el collar que pensé que había perdido — estuvo ahí cuando dejaste la nota.

- ¿No es un poco tonto que lo relaciones conmigo? — miré el collar y traía mis iniciales — se me pudo haber caído en cualquier ocasión.

- Bien, porque la florecita ya viene para acá, veamos si alguien más le habla — rio.

Las clases transcurrieron normales y el niño de un millón de flores no llegaba.
Me comencé a preocupar pero decidí tranquilizarme.

- Buenos días ¿me permite pasar? — esa voz interrumpió la clase y una campanada indicando el almuerzo interrumpió esa voz. Todos miramos y era él, portando un vestido rosa claro lleno de flores blancas, una chaqueta café claro sin botones y algo rota del cuello y en su oreja una flor blanca que seguramente él sí sabía cómo se llamaba.

Todos salimos a receso y él se quedó adentro. Tenía esa costumbre de llegar tarde los primero días, se miraba alterado pero a pesar del sudor, seguía oliendo a lavanda.
Su cabello parecía una nube y su chaqueta tenía hojitas en los hombros.

- Hola ¿el nombre de la rosa? — preguntaría mientras lee y me sentaría junto a él.

- ¿Tú eres el que me dio la carta? — me interrogaria.

- Me gusta tu vestido — se sonrojaria. Lo invitaría a salir de la escuela para irnos al parque y juro por Dios que allá lo besaría.
¿A qué sabrán sus labios? Quizás a miel.
Le invitaría un helado y lo llevaría en mi bicicleta hasta la dulcería a la que va con su hermana después de clases. Lo tomaría de la mano y lo ayudaría a brincar las grietas de la banqueta, luego lo dejaría en su casa y yo me regresaría a la mía feliz.
Pero soy cobarde.
Y esto no pasó.

Las clases transcurrieron normal, el chico de la mañana me seguía mirando esperando que le hablara a Joaquín.
Quería hacerlo, pero me daba miedo.
Joaquín seguía esperando en los pasillos al chico que en una carta le prometió que se verían, llevaba aguantando los insultos y objetos que le aventaban los idiotas de la escuela y solamente no lo tocaban porque estaba con su hermana.

Ciudad de México, 1980.
Finales de agosto.
Joaquín.

Las clases terminaron y Renata y yo volvimos a casa, mamá nos tenía una sorpresa, habíamos comprado el departamento de arriba y era una noticia genial, la hubiera celebrado como se merecía si no estuviera pensando en el chico que nunca apareció.
Papá y mi tío estaban consiguiendo ofertas en varios lugares y con el puesto de mamá estábamos ganando bien, no éramos ricos pero no nos faltaba nada. Mamá se miraba feliz porque volvía a usar los vestidos de siempre y Papá estaba normal.
Quizá no necesito de nadie más ahora porque tengo una familia que me apoya y no me planta.
A veces pienso en qué sería de mí sin ellos.

Ciudad de México, 1980.
Septiembre.
Emilio.

A pesar de todo, aún seguía a Joaquín después de clases por todo su recorrido, hoy su hermana faltó a la escuela, él aún así fue y me sentí orgulloso porque continúa llegando con vestidos a alegrar mi día. Hoy se despidió de mí porque fuimos los últimos en salir del aula. "Nos vemos mañana" aún retumba en mi cabeza.

Los chicos lo molestan cuando pasa por la avenida pero cuando no tiene ganas de ponerlos en su lugar, él y su hermana toman un atajo, es un callejón solitario que cruza detrás de la dulcería y conecta hasta las bicicletas que dan por la entrada de su barrio. Por lo que escuché que mencionó en una conversación con una amiga de su hermana, él iría por ahí hoy y si mis cálculos no fallan, podría hablarle a solas un rato para decirle que fui yo el que le envió la carta y que soy yo el que todo este tiempo ha gustado de él.

- ¡Nos vemos mañana! — se despidió, salió del aula y luego de la escuela sin dejarme contestar. Lo seguiría.

Esperé un rato, subí a mi bicicleta y comencé a pedalear hacia ese callejón. Estaba decidido.
¿Qué diré estando ahí? Seguramente me quedaré callado pero no creo que se vaya, sé que estará el tiempo necesario como para hacerme hablar.

- ¡Joaquín! — gritaría y lo haría girar. Me miraría asustado pero me bajaría de mi bicicleta y le diría — fui yo.

- ¿Tú qué? — lo escucharía reír tan cerca de mí y mis piernas temblarian.

- Yo te mandé esa carta, yo quería que usaras vestidos de nuevo, juro que todo lo que dije era cierto pero creo que sabes lo tímido que soy, no había conseguido el valor de habl... — y me besaría. Primero lento y tierno y después lo besaría yo. Nos separariamos, me iba a sonreír para después abrazarme y nos iríamos en mi bicicleta hacia su casa, lo dejaría y le diría que mañana lo veía en la escuela. A lo mejor había un "te quiero" de por medio.
Pero lamentablemente para mí, las cosas nunca salen como lo imagino.
Llegué a ese callejón, a ese atajo por el que tantas veces pasé sin que él se diera cuenta. En el que tantas veces escuché el eco de su risa por algún mal chiste que su hermanita contó.
Llegué a ese callejón y en vez de risas escuché gritos de dolor. De alguien que yo sabía quién era pidiendo ayuda y escuché risas de idiotas que cuando me vieron, estaban llenos de sangre y corrieron.

Y lo vi. Con la cabeza sangrando mientras algunas marcas de navaja estaban por todo su abdomen, un par en la garganta y otro par en sus brazos.
Lo vi agonizando y con sus profundos ojos que jamás había tenido tan cerca, me regaló su última mirada, con su boca su último aliento y con su cuerpo en el mío, su último adiós.

Niño de un millón de flores Donde viven las historias. Descúbrelo ahora