VINO Y FRAILES

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Por Don Narciso CAMPILLO 

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¿En dónde pasa la acción de esta verídica historia? En cualquier sitio delicioso de cualquiera provincia de España. En todas ellas hubo docenas de docenas de conventos, cuyos piadosos moradores atravesaban este valle de lágrimas sostenidos por su fe y por los copiosos tragos y valientes tajadas con que procuraban conservarse robustos para entrar con pie firme en la mansión de los bienaventurados. Así es que en los solemnes días de procesiones y oficios religiosos, cuando los frailes salían juntos en comunidad y cruzaban grave y lentamente plazas y calles precedidos de estandartes, cantores y músicas, admirábases la gente devota de verlos tan lucios, gordos y colorados, a pesar de los ayunos, maceraciones y cilicios que debían de sufrir, atribuyendo sus esféricas panzas, bermejos rostros y anchos cogotes a la influencia y acción de la divina gracia, tranquilidad de conciencia y justo galardón de evangélicas virtudes.

No seré yo, pecador, quien lo niegue; aunque sospecho que la regalona vida y suculenta mesa tendrían en ello no pequeña parte; que el jamón y el vino crían carne y sangre con más eficacia que todas las antífonas, jubileos y responsorios. Al menos, tal es la común opinión de fisiólogos y médicos; pero no entraré yo a sustentarla para que no me roan los huesos tachándome de incrédulo y materialista y tal vez de otras cosas peores. He reparado que según disminuye la fe, aumenta el número de los que dicen que la tienen; y ya no hay podrido que no finja escrúpulos de doncella, ni deje de establecer cátedra de religión y moral, censurándolo todo y admirándose de todo como si hubiese caído de las celestes regiones y temiera manchar la túnica de su inocencia al contacto de este mundo pecador y terrestre. De semejante cuadrilla conozco muchos cómicos. Dios los aplaste y luego los perdone, y vamos a mi cuento.

Era cosa extraña que hallándose el monasterio de Nuestra Señora del Valle en uno de los lugares más sanos, ventilados y hermosos de toda España, siempre hubiese en él un crecido número de enfermos. Singular mente al llegar la primavera menudeaban las dolencias de carácter inflamatorio, y cada apoplejía que estallaba era un súbito escopetazo que se llevaba un fraile al se pulcro, sin darle cinco minutos para rezar un Padre Nuestro. El médico, persona entendida y de conciencia, y que, hubiese poco o mucho trabajo, cobraba por años a cuota fija, calentábase la mollera discurriendo sobre la causa de tales enfermedades. ¿Estaba en la atmósfera? Nada tan puro como los aires de aquel convento, situado en el campo a legua y media del más cercano pueblo, en un cerro ventilado y alegre y en medio de frondosas arboledas. ¿Consistiría en las aguas? ¡Pero si las aguas bajaban de la próxima sierra, delgadas, copiosas y tan cristalinas que ni con la imaginación podían suponerse mejores! ¿Los alimentos? Algún abuso habría en la cantidad; mas en la calidad eran dignos de servirse en mesas de reyes. ¿La estrechez de la regla, las penitencias, los ásperos cilicios? El médico sabía muy bien que no había tales carneros; y aunque los hubiera, semejantes austeridades enflaquecen y momifican el cuerpo, siendo más propias para dejarlo cacoquimio y exangüe, que para sobrecargarlo de carnazas y acres y gruesos humores. Ningún cenobita de los antiguos tiempos tuvo jamás barriga prominente ni mofletes rubicundos, aunque al retirarse de la sociedad para vivir angélicamente en el desierto, estuviese reventando de puro gordo. Los rábanos, berenjenas, lechugas y otros manjares por el mismo orden con que se alimentaban los penitentes solitarios, eran poco adecuados para criar mantecas; y aunque  algunos tenían un cuervo u otro caritativo pajarraco que diariamente les llevaba un pan, tampoco medraban mucho, pues el pan seco, más que otra cosa, es mortificación y abstinencia.

Pero los frailes del Valle bebían vino, y añejo, y puro, y potencioso, y capaz de resucitar a un difunto con sólo arrimarle a la nariz una copita. ¡Ah! ¡el vino, el vino! Ahí estaba la cola del lagarto y el punto de la dificultad. El galeno dábase palmadas en la ancha frente, indignado contra sí mismo por su torpeza. ¿Cómo no lo había conocido antes? ¿De qué otra cosa podía provenir aquella tendencia inflamatoria y pletórica tan común entre los monjes? No le quedaba duda: del vino. Además de ser generoso y añejo, lo bebían a todo pasto, en anchos y profundos tazones, a gaznate abierto y codo levantado, sin regla ni medida. Padre había  en la comunidad que no recordaba ya el sabor del agua; pero que sabía en cambio de memoria las vigas del refectorio con todas sus cabeceras, entalles y labores... 

EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA Y OTROS CUENTOS.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora