EL CASTELLANO VIEJO.

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Por Don MARIANO JOSÉ DE LARRA

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.

Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas, y moviendo maquinalmente los labios: algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de espíritu ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmelo más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos, y sujetándome por detrás, 

—¿Quién soy? gritaba, alborozado con el buen éxito de su delicada travesura. ¿Quién soy? 

—Un animal, iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser y sustituyendo cantidades iguales, — Braulio eres, le dije. 

Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle, y pónenos a entrambos en escena. 

—¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido? 

—¿Quién pudiera sino tú... — ¿Has venido ya de tu Vizcaya? 

—No, Braulio, ¿ no he venido. 

— Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español.¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¡Sabes que mañana son mis días? 

— Te los deseo muy felices. 

— Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan, y el vino vino;  por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado. 

– ¿A qué? 

— a comer conmigo. 

— No es posible. 

— No hay remedio. 

— No puedo, insisto temblando. 

— ¿No puedes? 

— Gracias. 

— ¿Gracias? Vete a paseo; ' amigo, como no soy el duque de F., ni el conde de P... ¿Quién se resiste a una sorpresa de esa especie? ¿Quién quiere parecer vano? 

EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA Y OTROS CUENTOS.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora