EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA [1]

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EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA [1]

Por Don ARMANDO PALACIO VALDÉS

—Aquí [2] donde usted me ve, soy un asesino.

—¿Cómo es eso, D. Elias? —pregunté riendo, mientras le llenaba la copa de cerveza.

Don Elías es el individuo más bondadoso, más sufrido y disciplinado con que cuenta el cuerpo de Telégrafos, incapaz de declararse en huelga, aunque el director le mande cepillarle los pantalones.

—Sí, señor... hay circunstancias en la vida... llega un momento en que el hombre más pacífico...

—A ver, a ver; cuente usted eso —dije picado de curiosidad.

—Fue en el invierno del 78 [3]. Había quedado excedente por reforma, y me fui a vivir a O-- con una hija que allí tengo casada. Mi vida era demasiado buena: comer, pasear, dormir. Algunas veces ayudaba a mi yerno, que está empleado en el Ayuntamiento, a copiar las minutas del secretario. Cenábamos invariablemente a las ocho. Después de acostar a mi nieta, que entonces tenía tres años y hoy es una moza gallarda, rubia, metida en carnes, de esas que a usted le gustan (yo bajé los ojos modestamente y bebí un trago de cerveza), me iba a hacer la tertulia a Doña Nieves, una señora viuda que vive sola en la calle de la Perseguida, a quien debe mi yerno su empleo. Habita una casa de su propiedad, grande, antigua, de un solo piso [4], con portalón obscuro y escalera de piedra. Solía ir también por allá D. Gerardo Piquero, que había sido administrador de la Aduana de Puerto Rico y estaba jubilado. Se murió hace dos años, el pobre. Iba a las nueve; yo nunca llegaba hasta después de las nueve y media. En cambio, a las diez y media en punto levantaba tiendas, mientras yo acostumbraba a quedarme hasta las once o algo más.

Cierta noche me despedí, como de costumbre, a estas horas. Doña Nieves es muy económica, y se trata a lo pobre [5], aunque posee hacienda bastante para regalarse y vivir como gran señora. No ponía luz alguna para alumbrar la escalera y el portal. Cuando D. Gerardo o yo salíamos, la criada alumbraba con el quinqué de la cocina desde lo alto. En cuanto cerrábamos la puerta del portal, cerraba ella la del piso y nos dejaba casi en tinieblas; porque la luz que entraba de la calle era escasísima.

Al dar el primer paso, sentí lo que se llama vulgarmente un cale, esto es, me metieron con un fuerte golpe el sombrero de copa hasta las narices. El miedo me paralizó, y me dejé caer contra la pared. Creí escuchar risas, y un poco repuesto del susto, me saqué el sombrero.

—¿Quién va? —dije dando a mi voz acento formidable y amenazador. Nadie respondió. Pasaron por mi imaginación rápidamente varios supuestos. ¿Tratarían [6] de robarme? ¿Querrían algunos pilluelos divertirse a mi costa? ¿Sería un amigo bromista? Tomé la resolución de salir inmediatamente, porque la puerta estaba libre. Al llegar al medio del portal, me dieron un fuerte azote con la palma de la mano y un grupo de cinco o seis hombres me tapó al mismo tiempo la puerta. 

—¡Socorro! —grité con voz apagada, retrocediendo de nuevo hacia la pared. Los hombres comenzaron a brincar delante de mí, gesticulando de modo extravagante. Mi terror había llegado al colmo.

—¿Dónde vas a estas horas, ladrón? —dijo uno de ellos.

—Irá a robara algún muerto. Es el médico —dijo otro.

Entonces cruzó por mi mente la sospecha de [7] que estaban borrachos, y recobrándome, exclamé con fuerza:

—¡Fuera, canalla! Dejadme paso o mato [8] uno.

Al mismo tiempo enarbolé el bastón de hierro que me había regalado un maestro de la fábrica de armas y que acostumbraba a llevar por las noches.

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