UN ALMA.

6 1 1
                                    

 Por Don RICARDO FERNÁNDEZ GUARDIA

(Costa Rica)

La llamábamos «Tía Juana». Era una viejecita enjuta y pequeña, de raza india casi pura, que andaba ligero y menudito con un ruido de ropas muy almidonadas. Había nacido en Ujarraz donde vivió hasta la muerte de su madre, ocurrida poco antes de la despoblación de este lugar insalubre, decretada en 1833 por D. José Rafael de Gallegos. Huérfana también de padre, sin protección de parientes ni de amigos, las autoridades tuvieron que buscarle acomodo y así le cupo en suerte ir a parar a casa de una tía de mi madre, señora principal y rica que la tomó bajo su amparo.

Podría tener a la sazón catorce años, pero nadie la hubiera dado más de diez, tan chiquitina y flacucha era.

Bien que fea, su fisonomía abierta y la mirada dulcísima de sus ojos negros predisponían a su favor. Mi tía, naturalmente bondadosa, pronto la tuvo cariño, viéndola tan infeliz y desvalida, y a su vez la indita, aunque algo zahareña como todos los de su raza, se mostraba con ella muy reconocida. Cierta gracia insinuante de animalito salvaje que tenía le ganaba todas las voluntades, de modo que habiendo llegado la última, vino a ser la predilecta entre las cuatro entregadas de que se componía la servidumbre femenil de la casa.

 Entregados llamamos en Costa Rica a los niños del pueblo que por cualquier motivo confían las autoridades a familias respetables, para que los eduquen, mantengan y vistan hasta su mayor edad, a trueque de los servicios que prestan en la casa. La entrega, que antes era muy frecuente, es rara hoy en día.

Muy rezadora por temperamento, esta circunstancia acabó de conquistarle la benevolencia de mi tía, señora en extremo devota y dada a prácticas religiosas, que rezaba todas las noches el rosario antes del chocolate, en medio de la familia reunida con este piadoso fin.· A la sombra de aquella casa patriarcal fue creciendo la pequeña Juana, no sólo de cuerpo, sino también en virtudes hasta llegar a ser una especie de santita. Su fervor se traducía en interminables oraciones que mascullaba al paso que atendía a sus quehaceres, y para ella no había felicidad como ir a la iglesia. Otro efecto de su ardiente celo religioso era la aversión que le inspiraban los hombres, en quienes veía otras tantas encarnaciones del espíritu maligno y añagazas del pecado. Su castidad arisca se sublevaba a la menor insinuación, se ofendía de una simple sonrisa. Con su venida a la casa terminaron las bromitas y retozos de las entregadas con los criados, lo que al principio le atrajo enemistades en la servidumbre; pero como era tan servicial y tan buena, acabó por ser querida y respetada de todos.

Pasaron años. Sus compañeras fueron una tras otra desamparando la casa, la una porque encontró marido, la otra para ir a buscarse la vida en otro lado; ella sola continuó sirviendo a mi tía con una fidelidad canina, hasta la muerte de la buena señora. Cuando aconteció esta desgracia, no quiso por nada de este mundo separarse de la familia, bien que su ama la había legado haber de sobra para vivir independiente.

Tal como yo la recuerdo era ya muy vieja. Vivía en casa de otra de mis tías, hermana de mi madre, más como una parienta querida que en calidad de criada.

En realidad ya no lo era, porque no tenía más obligaciones que las que ella misma quería imponerse, limitándose éstas a vigilar el servicio y mantener el orden, para lo cual su presencia era bastante, tales eran el respeto y el afecto que le profesaba la servidumbre, que dio en llamarla cariñosamente «Tía Juana», nombre que no tardó en generalizarse.

La viejecita se vivía las horas muertas en la iglesia rezando, barriendo y comadreando, porque la pobre había concluido por ingresar en el batallón augusto delas beatas y ratas de la iglesia. a las cinco de la mañana se iba para misa, oyendo unas cuantas seguidas hasta la hora del desayuno; y como el templo estaba cercano, el día entero se lo pasaba en idas y venidas hasta el toque de oraciones, después del cual el sacristán cerraba las puertas. Volvía entonces a casa y aun me parece verla en un rincón obscuro de la cocina, sentada sobre una canoa * con su sarta de escapularios resaltando sobre la piel morena y arrugada del pecho, que descubría el escote del traje. 

EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA Y OTROS CUENTOS.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora